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Escondo bajo la piel, bajo la sonrisa, bajo las gafas de sol, el anhelo de la nada, del olvido del mundo y del dolor, del olvido en general, ese que tienta cuando el presente deslumbra, cuando es tan hondo que arrasa con todo y casi permite admitir que no importa nada más, que pase lo que pase ya se ha vivido. Yo, que escribo tanto de dolores para poder soportarlos, para poder vivir conmigo misma, para poder vivir de alguna manera, escondo en la felicidad ardiente que siento en los viajes la tentación de la indiferencia, de la isla, del azul que rompe las nubes. Viajo y a veces me olvido. Me olvido del tirano que está rasgando arterias, me olvido de qué día es. Entonces me sumerjo en un azul descomunal que me recuerda que a mis casi cuarenta años descubro nuevos tonos de azul, que no se acabarán nunca los nuevos tonos mientras viva y esté dispuesta a buscarlos, nado persiguiendo a una tortuga majestuosa que avanza con una suavidad desgarradora, que parece que no nada, contemplando su universo de corales y peces exuberantes. La persigo imitando torpemente su sutileza, la calma que alcanza avanzando sin respirar, y me lleva a donde empiezan los abismos impensables —el verdadero océano, lo enorme del mundo y que no vemos mientras vivimos en la superficie como si fuéramos lo importante—, a donde se dejan de ver corales y peces alucinantes y ya solo se enfrenta una profundidad que nadie sabe a dónde llega. Es una profundidad pasmosa. De una belleza que produce pavor. Entonces me acuerdo de que amo todo esto con esa misma profundidad desconocida y pavorosa. Que debo volver a saber qué día es, a leer sobre el tirano, a ver los niños destrozados. Que es imposible olvidar, que eso sería morir, que las islas encienden el alma precisamente desde esas orillas que permiten entender que el horizonte nunca es igual.

Es muy fácil olvidarse de la propia vulnerabilidad. Pero la vida es traviesa. Y la mente es poderosa, vulnerabilísima. Viajando se aprende, se recuerda, de formas excepcionales. Por eso se amplía el interior. Nadaba bajo un agua turquesa con el corazón a reventar —vivo, repleto de belleza, de sentido, de presente—, yo que adoro el agua y salto allí donde me digan salte, y de pronto dejé de ver, desapareció la transparencia, todo se volvió turbio. Nadaba y miraba para los lados y pensaba qué pasó, me habré quedado ciega, dónde me metí, y por dentro un revolcón, un no sé dónde estoy, para dónde voy, qué hice. El mar, como la vida, puede cambiar en segundos y uno ya no sabe dónde está. El pánico llega rápido, fácil, se necesita poco. También, persiguiendo una tortuga bajo olas llenas de corriente, incapaz de dejar escapar la belleza así se estuviera alejando demasiado, sentí la dificultad del regreso, el nadar con todas mis fuerzas y ser consciente de que seguía en el mismo punto, el estremecimiento de pensar no sé si podré llegar a la orilla. Y, bueno, la insania del mundo que nos incita de distintas maneras. Volaba de Yakarta a Estambul, en donde haría escala para seguir a Nueva York. Iban ya diez horas de vuelo, faltaban dos, y a las cuatro de la madrugada el piloto anunció que “lamentablemente, el avión sería desviado hacia Ankara”, así, sin más. Un avión enorme lleno de gente desesperada que no entendía nada, a oscuras, viendo luces de la ciudad equivocada por la ventana. Las azafatas no daban abasto acercándose a los puestos a explicar: “Hay una guerra, ustedes saben. Irán, Israel”. Así que nos había cogido en pleno vuelo el lanzamiento de misiles de Irán, habían cerrado el espacio aéreo, cientos de aviones debían recorrer otras distancias, debíamos aterrizar a media noche en Ankara para reabastecer el combustible en un rincón lejano de una pista desierta y hacer un “chequeo de seguridad”. Tras tantas horas de vuelo, con las piernas tiesas, los horarios enloquecidos, la oscuridad, el mutismo del piloto, la certeza de que se perderían las siguientes conexiones de otras once y otras seis horas, el no saber qué estaba pasando en esa guerra que se quería olvidar. Dónde estamos, pensaba con los ojos entrecerrados, entre el mar enturbiado en segundos. En qué momento nos perdimos.

Ante la tentación de olvidar, el universo sonríe creativo. Hay que irse lejos para mirar —el hogar, la vida, a nosotros mismos— con otros ojos. Y hay que aprender a volver. Hay que arañarse la piel con la conciencia de que pasó otro 7 de octubre, de que va más de un año de sangría mientras observamos y viajamos y nos reímos y somos capaces de olvidarnos de qué día es. Hay que reconocer lo que somos, llorarlo, escribirlo, atrevernos a soñar con otra cosa.

Yo me rompo al volver. Siempre. Y lentamente empiezo a pegar pedazos que, por lo general, dibujan algo nuevo que me gusta más. Algo que encierra más melancolía, más añoranza de eso tan bello que se vio y se extrañará siempre, pero también una hondura exquisita, ardiente, que se perseguirá con riesgos, como a la tortuga, para seguir viviendo sin olvidar.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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