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Salomé Beyer

Palabras necias, oídos sordos

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"Ese mismo compañero, como lo he contado en columnas anteriores, era el que me gritaba “devuélvase para la cocina” y “vaya hágame un sánduche,” mientras yo presentaba mis exposiciones en clase."

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Mis papás me tuvieron a sus 23 y 24 años. Al buscarme colegio él se rehusó a meterme a uno de donde, según su opinión, solo se graduaba gente prepotente, grosera, pinchados, creídos, e hijos de mami y papi. Él, cómo buen deportista, había participado en un sinfín de torneos, amistosos, partidos, en contra de los equipos de estos colegios. Jugó voleibol, fútbol, softbol, béisbol y cuanto deporte hubiera. Había visto de primera mano estos comportamientos, así que algunos colegios quedaron inmediatamente descartados cuando tuvo una hija a la cual definirle ese primer paso de vida. Años después aprenderíamos que eso pasa en todos los colegios, en todos los ambientes, en todas las ciudades. Y  también se encuentran amigos en todos esos lugares. Terminé estudiando en el colegio del que se graduaron mis papás, pero cuando empecé a inventarme el inglés por las ganas que tenía de hablarlo, al imitar la pronunciación que escuchaba de las personas que sí lo hablaban, cuando la familia de mis papás los motivaron a pasarme de colegio, terminé estudiando en el colegio que mi papá más odiaba. En la entrevista de admisión, frente a la pregunta de por qué me querían cambiar de colegio, él dijo: “La verdad es que yo no quiero que Salomé estudie aquí.”

Todavía estoy descubriendo las maneras en las que este cambio, de un colegio, el colegio del cual mis papás se habían graduado, al supuesto “mejor colegio de Medellín”, me ha afectado. De entrada sentí que no encajaba. Todas las clases eran en inglés y mientras me nivelaba con mis compañeros, no entendía nada de lo que decían. Mi primer profesor fue amable, cariñoso, hizo su mejor esfuerzo para hacerme sentir parte de esta nueva comunidad. Todavía lo saludo con un abrazo cuando me lo encuentro. Pero mis compañeros no. Yo no tenía finca en Rionegro ni Llanogrande, y aunque la tuviera, como mi papá trabaja los sábados, no hubiéramos podido ir. Me acuerdo que para mí el precio de las cosas era diferente. Por ejemplo, la imagen de una compañera cuando le echó agua a su computador y le pegaba contra el escritorio porque quería el último modelo es imborrable en mi cabeza. Se burlaban de mí por tener gafas, entonces desde sexto, solo las sacaba en clase. Prefería no poder ver en los pasillos a que los otros pensaran que era una nerda, una pata, o una lambona. 

Aún así, yo estaba determinada a utilizar todos los recursos que ese nuevo mundo tenía para ofrecerme. Escogía las materias avanzadas porque “cómo no las voy a aprovechar,” me esforzaba muchísimo aunque los trabajos fueran formativos y no contaran para la calificación final, me volví amiga de mis profesores, fui representante estudiantil, me involucré también con todas y cada una de las extracurriculares del colegio: voleibol, modelos de Naciones Unidas, red de problemas globales, voluntariados, banda. Pero cuando me topé con la desigualdad de género a los once años, en uno de los debates en los que participaba, encontré lo que prendió una llamarada en mi alma, tanto de indignación por esta desigualdad, como de inspiración para ayudar a eliminarla. Fundé el primer club de Girl Up en Colombia y empecé a trabajar con la Fundación de las Naciones Unidas. Luego, me nombraron la primera colombiana en la junta de Girl Up, y la primera persona internacional en liderar dicha junta. Hicimos talleres, les dimos becas a estudiantes de colegios oficiales para que pudieran participar en “el mejor modelo de la ONU de Medellín”, hicimos campañas por el Día de la Lucha Contra el cáncer de seno, lideramos la primera Cumbre de liderazgo regional de Latinoamérica. Trabajamos mucho y el club pasó de seis miembros (mis mejores amigas) a tener más de cincuenta cuando me gradué.

Las burlas y la humillación empezaron con mi activismo. Un compañero creó una cuenta que se llamaba Boy Up. Ponía fotos de mujeres encadenadas, entre otras, y la solución del colegio fue que tuviéramos una reunión, mediada por el psicólogo, para resolver nuestras diferencias. El psicólogo dijo que la cuenta realmente era informativa puesto que, entre sus memes sexistas, había publicado infográficos que explicaban que las cifras de suicido en los hombres son más elevadas que en las mujeres. Intenté ser conciliadora, diciéndole que por favor me enviara esos infográficos y los pondríamos en las redes sociales del club, pero que no hiciera de nuestro trabajo una burla. La reunión concluyó en que debían cambiarle el nombre a la página. Y ya.

Ese mismo compañero, como lo he contado en columnas anteriores, era el que me gritaba “devuélvase para la cocina” y “vaya hágame un sánduche,” mientras yo presentaba mis exposiciones en clase.  Ayer, un año después de graduarnos, comenzaron las mismas burlas y los intentos de humillación por WhatsApp, en el grupo de más de cien egresados del 2021, por algo que dije en redes sociales. Me explicaron por qué soy comunista, por qué mis ideas van a dejar a las personas sin trabajo y por qué soy ignorante, a través de stickers. Cuestioné su desocupe, pero se escudaron en su libertad de expresión, en que sus críticas a mis ideas son válidas, en que si voy a decir algo en una plataforma pública debo estar preparada para comentarios así. 

Y he aquí la diferencia. En Colombia nos ha costado mucho trabajo entender que los derechos, como el de la libre expresión, terminan donde empiezan los del otro. Yo tengo el derecho a la libre expresión hasta que uso mis palabras para maltratar, calumniar, o humillar. Hasta que uso mi voz para perpetuar el odio, la misoginia, la homofobia, la intolerancia. Porque las palabras no son solo eso. Las palabras producen acciones, sentimientos, tristezas y alegrías. Pueden herir o construir. Pueden ser usadas para incentivar el crecimiento de los demás, o para propiciar que nos estanquemos. Por eso, escribo una columna cada semana con la esperanza de que mis letras puedan fomentar el pensamiento crítico, la empatía, la razón, en un mundo que a veces parece irremediablemente dividido. Con la ilusión de que la respuesta a mis columnas me provoque reflexiones, me haga replantearme mis pensamientos. 

Ante palabras necias no siempre puede haber oídos sordos. Mi silencio es complicidad, y aunque he fingido que no me afecta para no darles la satisfacción a quienes me quieren herir, años de esto sí pesan. Por eso cambiaré mi sordera selectiva por una escucha activa y crítica. A lo mejor eso le ahorrará a alguien más el trabajo de tener que cargar con tanto dolor, por tantos años.

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