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Carmen Mendivil

Las flores y el viejo Whatsapp

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"Así, la amante sabía que su infidelidad ya se había descubierto, porque la esposa de su affaire pasaba frente a su casa con la flor de cayena en su cabello para decirle ¡arrebatamacho!

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Doña Carmen, mi abuela, luce heroica el haber llegado a los 96 años con la capacidad de recordar cada número de teléfono de la casa de sus 4 hijos y sus 5 hijas y, además, saber con exactitud el cumpleaños de sus nueras, yernos, nietos, nietas y bisnietos. Nacida y criada a la orilla del Río Magdalena, narra los diálogos de las obras de teatro que se presentaban en la plaza de su pueblo cada domingo. Aún se baña y se viste sola, y reniega detrás de la reja de su casa el que la pandemia le haya arrebatado el derecho a abrazar a los cerca de 40 miembros de su descendencia.

En esos ratos de charlas entre tocayas, cuando le hago preguntas para grabarle sus historias narradas con tanto detalle, me cuenta con un amplio verbo toda la sabiduría encapsulada debajo de su cabellera inundada de blanco. Y entre todos sus relatos minuciosos, además de explicar las acertadas predicciones meteorológicas porque es un “sol de agua” que anuncia la lluvia, me enseñó la increíble historia de cómo las flores eran el viejo WhatsApp.

En su pueblo de crianza recuerda cómo se iniciaban diálogos mudos a través de las flores. El pueblo sabía lo que pasaba, eran espectadores del intercambio colorido de plantas para decir lo que se quería sin musitar una sola palabra.

Las mujeres, el principal medio de difusión, ponían en sus cabezas un adorno de flores para emprender las más arduas peleas entre vecinas, o para declarar el amor de la persona amada mientras caminaba por el frente de la casa de su enemiga o de su enamorado desfilando con el atuendo cargado de flora.

Así, la amante sabía que su infidelidad ya se había descubierto, porque la esposa de su affaire pasaba frente a su casa con la flor de cayena en su cabello para decirle ¡arrebatamacho!

La pelea entre las vecinas se recrudecía cuando la otra le respondía solo con sembrar una flor de trinitarias en su cabeza, bien vestida, maquillada y perfumada para decirle ¡Vaya pa’ la mierda!

Nos reímos en medio de sus anécdotas, de cómo se zanjaban peleas por tan solo ver las flores. ¡Ojalá todas las peleas fueran así, rodeadas de pétalos y aromas!

Las declaraciones de amor también hacían parte de este repertorio con mensajes como “amarte más no puedo” con una flor roja de la temporada.

Mi abuela Carmen, en casi un siglo de vida, ha sido testigo de la mayor revolución tecnológica en la historia de la humanidad. Cuando nació no existía la televisión y ahora hasta escucha audios de WhatsApp en su propio teléfono celular y ha asistido a las reuniones por Zoom para cantar el cumpleaños de alguno de sus hijos en medio de la cuarentena.

Pero coincidimos en que nada se compara con esta forma de hablar a través de las coloridas formas de la naturaleza. Ella me ha explicado que las flores tienen una forma de hablarnos. Experta en flores, aprendió a lidiarlas cuando trabajó en una floristería siendo adolecente. Ahí afianzó el conocimiento de su cuidado, y del poder que llevan sus mensajes para acompañar el dolor, el perdón, la ilusión, el amor y el desamor.

En Colombia, por ejemplo, con cada 9 de abril, honramos a las víctimas del conflicto armado con la flor de Nomeolvides, para guardar la memoria de sus vidas y recordar la historia que no queremos volver a repetir.

Cuánto hemos perdido, porque las tecnologías de la información y los medios de comunicarnos han ido más rápido que nuestra forma de interpretar y de relacionarnos. De mi abuela Carmen aprendo todavía la conexión necesaria con la naturaleza, en esa añoranza de la vida en su pueblo rodeada de plantas, de cuando veía cómo las nubes se pegaban al río a beber su agua.

Por eso riega alpiste en el patio para que las tierrelitas la vayan a visitar todas las tardes; siempre tiene un perro que la acompaña a ver la misa y que aprendió a abrazarla en el momento de la paz, y por eso tiene las mismas matas en sus respectivas macetas de hace más de 50 años, llevándolas consigo a cada casa donde se ha mudado como si fueran otro miembro más de la familia. También entre las dos solemos intercambiarnos los retoños de plantas florales, y en cada una de nuestras casas nos vemos la una a la otra en cada plantica que sembramos cada vez. He recibido como un legado de mi ancestra el saber que nuestra existencia está en una conexión permanente y necesaria con todas las especies y formas de vida, y en las flores como una de las formas más simbólicas de comunicarnos.

Qué tal que nos obligáramos por lo menos un poquito a entender la belleza de esta conexión. Qué tal que lleváramos nuevamente flores en nuestro atuendo o cabello, para decirle a alguien que necesitamos ayuda cuando no nos atrevamos a decirle a nadie nuestras penas; qué tal que pudiéramos anunciar los sentimientos bonitos, contarnos el amor, y confrontar nuestros desacuerdos desde los colores y no desde la violencia. Cuando nos hemos acostumbrado a esperar las respuestas en el futuro, esta es una invitación a asomarnos por la ventana de la historia y aprender de esa particular dinámica de entendernos, como en aquel pueblo de mi abuela, en ese mundo expoliado de cables e información instantánea, para dejar que la interpretación haga su mejor jugada; para ponernos de acuerdo y disfrutar descifrando mensajes adornados con matices,  formas y fragancias.

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