Su nombre es Matías, y es su nombre desde hace escasos 20 días, cuando apenas pudo ser concluido el proceso judicial que le daba un nuevo nombre, que lo declaraba mi hijo, que creaba una nueva familia monoparental en Colombia y por defecto a mí me daba el extrañamente honroso y deseado título o rol de padre soltero; padre soltero por adopción, o como en medio del proceso de adopción aprendí que tiernamente llamaban, papá de corazón.
Quise llamarlo Matías porque en su origen hebreo significa regalo de dios, y aunque desconozco si la religión que Matías en un futuro elija le ayude a valorar el hecho de ser regalo de dios, por lo menos quiero que siempre sepa que para mí, para mi existencia y para mi vida es un regalo, es un hijo completamente deseado y esa condición es, en muchas ocasiones, un lujo en Colombia.
Decidí y elegí ser padre por adopción porque lo sentía una convicción, un proyecto y propósito de vida, una forma de ampliar el sentido de la existencia y de cambiar dos vidas; ojalá la de mi hijo y definitivamente la mía.
El proceso de adopción de Matías tardó aproximadamente poco menos de año y medio, tiempo relativamente corto para lo que en promedio dura un proceso de estos en Colombia. Durante este proceso se vive la primera fase en la que a través de entrevistas y pruebas sicológicas y de trabajo social se debe demostrar idoneidad física, moral y social para ser padre. Fue en esta parte del proceso en la que entendí que el racismo, pese a parecer un fenómeno socialmente lejano, sigue presente quizás de manera implícita en muchos ámbitos de la vida. Lo menciono porque de 10 familias que presentamos solicitud ante el ICBF para adoptar en Antioquia en 2020, mi familia, es decir yo, era la única familia abierta a etnia y raza, es decir, era la única familia dispuesta a adoptar a un niño o niña afrodescendiente o indígena. Luego, cuando conocí a Diego y Michael, la primera pareja homoparental de Colombia y padres de la hermosa Ema, entendí que al parecer el asunto es común en los procesos de adopción, pues en su cohorte ellos eran también los únicos abiertos a etnia y raza.
La segunda parte del proceso es esperar que después de los meses de entrevistas y pruebas definan la idoneidad, es decir, definan si se es apto para adoptar. Por lineamiento de ICBF este tiempo debe ser de máximo mes y medio, pues es sólo revisión de pruebas, documentación y que un comité tome una decisión. En mi caso este tiempo tardó cinco veces más de lo normal, es decir, 7 meses, razón por la cual tuve que interponer derechos de petición y generar un poco de presión social con ayuda de amigos e instituciones, como la plataforma ciudadana Familias Ahora, quienes han encontrado que aparentemente existe un deseo de mantener institucionalizados a los niños y niñas, por el incentivo perverso que puede representar para las instituciones el valor monetario que mensualmente reciben por parte del ICBF por cada niño o niña que tengan a su cuidado. De hecho, los hijos del Estado, es decir aquellas personas ya adultas que por estas fallas en el sistema se quedaron sin una familia, abogan para que los procesos de los niños puedan culminar rápidamente en las instituciones y sean menos los hijos del Estado y más los niños como Matías que sean hijos de una familia que los ame, cuide y acoja para toda la vida.
Justamente hoy 28 de febrero, cumplimos 5 meses de habernos convertido en una familia monoparental y ver hoy a Matías, a sus escasos 3 años recién cumplidos, darme los buenos días con un beso y con un “hola papi”, hace que todo el proceso haya valido la pena y me confirma que mi rol y mi misión en este mundo es ser su papá, un padre soltero.