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Cuando uno se levanta a mirar a los ojos el hecho de que su país haya vivido en la barbarie durante décadas, a reconocer que uno es hijo también de eso, a aceptar que otros desde afuera señalen lo que pasa allá, y que sea uno el que es de ahí, la vida se hace un poco más difícil, el mañana produce más temor.

Esta semana se conoció el informe final de la Comisión de la Verdad en Colombia, que nos relató a los colombianos y al mundo sobre las 110.000 personas que fueron desaparecidas y las 700.000 que murieron (75% eran jóvenes, campesinos y civiles, y solo 1.5% murieron en combate) en el conflicto entre 1958-2016.

Son cifras espeluznantes que no alcanzan a ilustrar el horror. Es solo parte de una verdad muy dolorosa de oír, como un acto de esperanza para exigirnos paz y perdón mirándonos de frente que nos permite pensar en un mañana distinto, reconociendo que somos seres humanos y que eso, con toda su belleza, también es extenuante.

Oír sobre masacres y continuar trabajando no parece tener mucho sentido. Leer sobre 51 migrantes muertos en un camión y salir a hacer la compra es, por lo menos, extraño. Que las mujeres pierdan derechos que llevan ejerciendo medio siglo en las naciones que se dicen desarrolladas, en las que también se habla de que no poder llevar armas es dejar a los ciudadanos “desarmados frente al mal” son golpes contra la esperanza.

Pero no hay que temerles demasiado a los días oscuros si, tras la noche, seguimos ahí al amanecer. Yo, como decía Juan José Millás hace unos días en El País, también intento llevarme bien con la realidad día tras día, así tantas veces me confirme que no la vamos tan bien.

“Debe de ser magnífico estar de acuerdo con el mundo y juro que tengo la mejor disposición para que eso suceda. Salgo de la cama de un salto, me aseo canturreando un himno, desayuno bien, para hacer frente a la jornada, y no tomo café, sólo té verde, que es anticancerígeno y antioxidante, además de un excelente remedio contra la depresión y la resaca. Nadie me puede acusar de falta de buena voluntad, en fin. Pero luego llego a la Gran Vía de Madrid y desde la boca del metro hasta el portal de la SER, donde trabajo los domingos, tropiezo con cuatro o cinco personas que han dormido en la calle. No han podido saltar animosamente de la cama. No han podido ducharse canturreando un himno. No han podido desayunar proteínas e hidratos, y su mayor preocupación ahora es dónde encontrar una cafetería, un bar, un establecimiento en el que les permitan orinar y lavarse la cara.”

Esa lucha diaria —a pesar de la certeza de que, para algunos en los que me incluyo, esa guerra está perdida—, es solo el reflejo de la imposibilidad de la indiferencia. Y en ese camino se descubren nuevas luces que posibilitan la mañana siguiente con los golpes que traiga.

Mi vida está plagada de amaneceres en los que abro los ojos y los pájaros son suficiente para seguir soñando, mezclados con otros en los que me siento frente al computador solo para decirme a mí misma que no sirvo para escribir. Pero aquí sigo juntando palabras mientras cantan los pájaros.

Describían en una entrevista en El País al médico islandés Kári Stefánsson como alguien que hablaba “más de poesía que de negocios” y que defendía “que un buen científico debe leer al menos medio centenar de novelas al año”. Dijo Stefánsson que “el idioma es la herramienta con la que piensas. Y para poder pensar cosas nuevas necesitas dominar el lenguaje. Tienes que ser un acróbata de las palabras”.

Regreso frecuentemente a la poesía: debemos construir el mundo cada vez, dibujar sentido cada mañana a partir del sinsentido presente e ineludible. Titulé mi columna de la semana pasada Soñar y alguien a quien amo me dijo que era una reflexión hermosa, pero que los años le habían enseñado que era solo eso: un sueño muy bonito.

Y pensé entonces en las mujeres que nunca habían votado y lo daban por imposible, en cuando la experiencia intentó convencer a los negros de que eran inferiores y cuando el amor entre parejas distintas a hombre y mujer debía esconderse. Pensé en el arte y la literatura que nos han cambiado la vida y que no existirían si quienes los soñaron hubieran desistido porque eran solo sueños.

Que vivan la poesía y la lucha que nacen de la ilusión de un mañana distinto. Son la única manera de hacerlo realidad.

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