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Juan Pablo Trujillo

Hablar con los malos

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Carlos Gaviria Diaz dijo una vez que los colombianos no sabemos tener contradictores si no enemigos. Sugirió que en este país las diferencias no se tramitan de buena manera y conducen eventualmente a escenarios de enfrentamiento violento, a conformación de grupos armados cuya premisa es la aniquilación del contrario. Gaviria se refería a la definición de la política de Carl Schmitt, a su distinción amigo – enemigo. En particular apuntaba a lo que Schmitt denominó la imposibilidad de conciliación cuando se considera al otro como “enemigo absoluto”, pues con él, se abandona el plano de lo político y solo queda el camino de la aniquilación. Con los enemigos absolutos se elimina la posibilidad de diálogo y de conciliación al mismo tiempo que desaparece su reconocimiento como contendor legítimo, como igual en disputa.

Uno de los grandes temores en Colombia es la deriva en violencia política, en el desastre de los asesinatos por ideas. Ante esta probabilidad de fatalidad histórica hay que estar siempre atentos a las representaciones sobre los otros, a los sentimientos que nos generan quienes no van a votar por nuestro candidato. Poner el ojo en los calificativos que utilizamos para referirnos a ellos.

Con varios amigos hace una semana planteamos un sondeo que buscaba encontrar algunas pistas sobre las representaciones alrededor de los adversarios políticos, a propósito de las creencias sobre las personas que se ubican en una orilla contraria. Los resultados que obtuvimos en una encuesta no representativa a 865 personas nos dan indicios de que es necesario seguir apostándole a los escenarios de diálogo y confrontación de ideas entre distintos, buscando evitar a través de ellos que el adversario político derive en enemigo absoluto.  

Lo que encontramos son algunas señales que podrían indicar problemas para convivir con la diferencia. De las 777 personas que afirmaron tener la intención de votar por Hernández o Petro, 197, esto es el 25 %, respondieron que preferían no tener un vecino que hubiera votado al contrario. Además, el 31% aseguró estar al menos algo de acuerdo con que votar por alguien distinto a ellos tuviera como consecuencia perder la ciudadanía colombiana. Los indicios que nos aporta este ejercicio exploratorio es que esa vieja premisa de que “en la mesa no se habla de política, ni de religión, ni de fútbol” no nos ha servido para aprender a gestionar nuestras diferencias. Los diálogos difíciles, improbables, casi imposibles son lo que debemos tener más a menudo.

Voy a revelar un asunto privado con el que seguro algunos se van a sentir identificados. Llevo semanas alegando -porque poco hemos hablado- con un familiar por WhatsApp. La conversación ha subido de tono al punto de descalificaciones de parte y parte. Mientras escribo una columna en donde hablo de la necesidad del diálogo con los distintos, tengo problemas para tramitar mis diferencias con alguien cercano. Sin embargo, quiero insistir en ese camino por que creo que no hay otro. Quiero seguir caminando por ese lodazal que es hablar con gente que piensa distinto. Quiero seguir intentando tramitar de buena manera mis diferencias. La democracia, esa que invocamos tanto, se construye en la conversación cotidiana, en la disputa argumentada con nuestros cercanos, sin que ello signifique abrazar el relativismo moral y adentrarnos en el mundo de las falsas equivalencias. El diálogo necesita también acuerdos, premisas y reglas de juego.

Acabo de enviar un mensaje de WhatsApp que dice “tomémonos una cerveza y hablamos del país” porque reitero que la única forma de que dejemos de ser un país que tramita la política con violencia es aprendiendo a gestionar nuestras diferencias, es aceptando que tenemos que convivir con los distintos, es hablando con los que muchas veces, injustamente, consideramos malos. Es dejando de tener enemigos absolutos, es creando adversarios.

Pd: en los próximos días publicaremos los resultados del sondeo.         

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