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Encontrarse en lo común: seguir contando la vida

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Las palabras cargan siempre el anhelo de entender quién es el otro y de qué forma nos unimos como uno solo, pero el lenguaje es también el recordatorio de nuestra finitud: somos la imposibilidad de estar en el otro.

Los últimos años no solo han sido sobre mis duelos. El tiempo reciente ha sido, también, sobre los duelos de quienes quiero: eso, justamente, es lo que me ha mostrado la finitud que ya refería. Ese dolor, por profundo y evidente que sea en el otro, jamás está en uno; y el dolor propio, aunque cierto e infinito, no podrá nunca enmarcarse en el alcance de lo que es conocido por ese otro. Pero esa finitud es el cimiento del esfuerzo por permanecer en el diálogo, aunque en ocasiones solitario, con el dolor que va de uno a otro.

Es en esa decisión de permanencia y de anhelo por lograr el entendimiento del otro a través de las palabras que se generan las conexiones inexplicables y la sincronicidad que deriva en trascendencia. En mi caso han sido las palabras –especialmente las alusivas a la ausencia, la contemplación y el anhelo– las que me han dejado trazado el camino para llegar a pensar que entiendo mi propio dolor en el reflejo de ese otro y que es en los encuentros coincidentes en los que puedo llegar a comprender quiénes son los seres en los que me entrelazo en el duelo.

Esta semana grandes amigos han estado en la continuación del duelo que se transforma: un nuevo ser querido que se va y que abre la necesidad de que cada quien empiece a contar su vida desde y en el desprendimiento. Ver las lágrimas de mis amigos me hizo pensar que el duelo, o la tragedia, es la expresión ulterior de lo comunitario: de lo que nos hace ser uno, que nos convoca al encuentro, al abrazo, a la pausa, a la entrega, al recuerdo; que nos hace parte de la transversalidad, de la falta de tiempo, de la resignación, y de la ausencia. El duelo es el canal, no para entender los límites de las palabras, sino para conocer la necesidad de lenguaje –necesidad de decir lo que pesa, lo que no se hizo, y lo que se desea para lograr que no se agote, se consuma o desaparezca el recuerdo de quien se ha ido–.

Si mis palabras van a servir de algo, espero que sirvan para nombrar y desprender la tragedia –tuya o mía–, y para abrir el canal de diálogo para quien quiere compañía en el duelo: que para mí es la aceptación de que lo que queda estará siempre permeado por lo que se ha perdido[1]. Gracias, saudade, por dejarme encontrar y contarme la vida. Ve, saudade, al lugar en el que haga falta unidad: ahí, en el duelo entrelazado –que es de uno y de todos–, te estaremos esperando.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/valentina-arango/


[1] Ese sentimiento logro enmarcarlo en lo que los portugueses han denominado “saudade”.

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