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Estamos en época de Copa Mundial de Fútbol, el mayor encuentro deportivo del mundo que, por fortuna, se va haciendo relativo. Y digo relativo porque cada vez es más fuerte el cubrimiento mediático de otros deportes que en su especificidad tienen una potencia enorme: los grandes abiertos del tenis o el golf, las grandes vueltas ciclísticas, la magnanimidad de los olímpicos, la majestuosidad de la NBA, el despliegue de la NFL y su super bowl. Incluso en el mismo mundo del fútbol el dominio de la actividad masculina pierde espacio, ante una apertura y vigencia mayor de las competiciones femeninas cada vez más reconocidas, aunque la brecha sigue siendo grande.
Pese a eso el Mundial de fútbol cada cuatro años es un evento deportivo de tamañas proporciones y repercusiones, por eso es una herramienta perfecta como política internacional, en los mejores términos de visibilidad, encuentro de culturas y sana competencia, y también en los peores: utilizado como medio de transacción en prácticas de corrupción y como forma de vender (y de limpiar la cara) mediáticamente a regímenes cuestionados y condenados internacionalmente por sus procedimientos violatorios de libertades individuales y derechos humanos, como es el caso con la sede de Qatar en 2022.
No por ser una más de las veces que la pelota se mancha de sangre es menos necesario cuestionar el estado de cosas que llevó a que esto sucediera. Algunos ejemplos históricos muestran que la copa del mundo es utilizada políticamente para sacar provecho de su relevancia deportiva: lo hizo en 1934 Mussolini en Italia, también la junta militar argentina en 1978 y no fue menor el cuestionamiento a que Rusia hiciera el mundial en 2018, por no mencionar las protestas por los gastos desorbitados que se dieron en Brasil en 2014, pero sin duda, Qatar entra a una nefasta lista (con Italia y Argentina como vimos) de países que usan el mundial para lavarse la cara de déspotas ante la mirada impávida del sistema internacional, y es que la FIFA es quizá una de las organizaciones, por fuera de la ONU y su conglomerado, que más asocia países a nivel mundial y que tiene un poder enorme de influencia en la manera en que los gobierno se comportan en relación a sus competencias.
Claro que debemos cuestionar a Qatar como sede, a la par que debemos cuestionar a ese tinglado de dirigentes corruptos que traficaron influencias para otorgar su voto y apoyo a esa designación. No es la FIFA el garante de los derechos humanos en el orbe, pero es deleznable que su comportamiento se pase por la faja el mínimo cuestionamiento al comportamiento antidemocrático.
Ad portas de comenzar la competición, la encrucijada moral se cierne sobre aficionados y futbolistas. Desde el lado de los espectadores, me incluyo, disfrutaremos de la competencia con un mal sabor de boca por el contexto y seguramente el cuestionamiento crecerá a la par de la cita mundialista y los escándalos que traerá, desde los jugadores aparecerán gestos que no serán menores, algunas selecciones ya han avanzado en ello, pero no desconozcamos que la mirada debe estar en el foco dirigencial, que de forma descarada ha privilegiado el negocio y solo eso sobre todos los demás significados que para muchos tiene el maravilloso efecto de la pecosa rodando. El gran Diego diría que la pelota no se mancha, pero el guayo cuando está sucio, o cuando es enfundado por un violador de derechos humanos, si hace más feo el zapatazo.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/andres-preciado/