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Una de las más apreciadas virtudes por los seres humanos es la coherencia, tanto en los otros como en nosotros mismos. En el fondo, todos anhelamos ser coherentes y le exigimos a los otros lo propio como un mínimo ético y estético, para ser dignos de nuestra confianza. La incoherencia, al contrario, es uno de los defectos más resaltados en los demás y menos aceptados en uno mismo.
No obstante lo anterior, la primera señal de coherencia es aceptar que somos inexorablemente incoherentes, en muchos ámbitos y momentos de la vida. Por más que tratemos de evitarlo, los impulsos y la voluntad se interponen en esta aspiración, azuzada por nuestro ego y sueño de perfección cuando se trata de la nuestra, y por el juicio implacable cuando se trata de juzgar la de los otros.
Esto es propio de la condición humana, y cuando no se lleva a extremos, no atenta contra las relaciones humanas ni genera autoagresión. El problema es que, por falta de consciencia sobre el tema, con frecuencia desborda los límites de lo tolerable, nos pone a vivir en una lucha paranoide con la existencia y nos vuelve delirantes.
Un delirio es una idea que se encierra sobre sí misma y por ende tiene poco o nula conexión con las demás ideas nuestras y de los otros. Es evidente, por ejemplo, cuando estamos volviendo de una anestesia general. Hablamos sin hilo conductor. El ideal de coherencia, llevado a sus límites, nos pone, paradójicamente, a hablar incoherencias: a poner nuestras ideas en contra de toda evidencia y de otras ideas propias y del prójimo.
Pensaba que no era posible, pero he conocido personas que, en apariencia, buscan ser in-coherentes, por miedo a ser descifrados por los demás y mostrar sus fragilidades, o por infundir temor en los otros, pero en el fondo tengo la certeza de que todos los seres humanos queremos ser coherentes: es una suerte de imperativo estético y de universal psicoafectivo. Más aún, y para subrayar lo aquí planteado, pretendemos serlo en demasía y exigirle a los demás niveles superlativos de coherencia, porque en esta cuestión es innegable lo que el maestro Estanislao Zuleta llamaba la “no reciprocidad lógica”, que, en términos coloquiales, es medir a los otros con una vara más alta a la usamos para medimos a nosotros mismos.
Además de delirante, la pretensión exacerbada de coherencia absoluta camufla a un ególatra y a un tirano a la vez. Nos impide disfrutar de la riqueza de los matices, porque nos filtra todo en blancos y negros, en buenos y malos, y levanta muros, imaginarios y o reales, entre nosotros y los otros. Es la fuente de la que se nutren la polarización, los fanatismos y las tiranías, porque escuchamos solo en clave de lo que queremos oír.
El delirio de la coherencia absoluta acentúa en nosotros la ilusión de ser solo individuos, que significa indivisible, cuando somos, al tiempo, dividuos, esto es, muchos a la vez que cohabitan en nuestro ser, buscando una unidad que solo conforman esporádicamente, como puso en evidencia Pixar con la magistral película Intensa-Mente.
Por delirios como este es que nos cuesta aceptar que es tan respetable ser conservador como liberal, de derecha como de izquierda, capitalista como comunista; o cuando menos tolerable, que es la forma condescendiente de tratar al diferente cuando lo consideramos, además, inferior a nosotros, y eso que casi todos aspiramos a ser reconocidos como demócratas. La actitud frente a las marchas en el gobierno de Duque y ahora en el de Petro dan cuenta de nuestro talante democrático y de nuestra apertura mental.
Peor todavía, este delirio no nos permite aceptar que hay múltiples opciones entre esos extremos, que son igualmente respetables, como la posibilidad de un centro político, más allá de la misma denominación, al que tiramos de un lado a otro, según nuestras creencias, conveniencias y grados de fanatismo, pero difícilmente le concedemos un espacio propio. Más aún, no nos permite reconocer en nosotros mismos la coexistencia de un conservador y un liberal, de un capitalista y un comunista, que en mayor o menor dosis, todos tenemos.
No pretendo anular los extremos, porque sería ingenuo e injusto. Existen y también merecen su lugar, pero no se puede ver todo con este filtro y hay que reconocer que es casi imposible encontrarlos en estado puro: uno podrá, por ejemplo, ser liberal y capitalista en términos de mercado, y muy conservador en cuestiones sexuales o de género.
Es así como este delirio ególatra y tirano nos restringe también la libertad y da cuenta de los límites de nuestra inteligencia (que etimológica significa elegir-entre). Mientras menos posibilidades y matices veamos en el mundo, menos opciones de elegir tenemos, que es la forma en la que ejercemos nuestra libertad.
Por supuesto que hay que perseverar en la búsqueda de la coherencia: es un propósito bello, loable y hasta sublime. Pero hay que ser humildes, en el sentido de sentirnos por siempre incompletos. Con el paradigma del “éxito” cada vez más arraigado en nuestras mentes, esclavizándonos sin necesidad de un amo externo, es todavía más necesario y liberador reivindicar el derecho a la incoherencia, al error, a transgredir sin agredir: a la encantadora imperfección que mueve nuestras ansias de perfectibilidad.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/