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Desde hace varios años me despido y me reencuentro con mi hermano. Su profesión lo llevó a irse de Colombia cuando tenía 18 años para estudiar música en Cuba. Volvió a los seis meses y tras otro año en casa se fue para Viena. En el 2020 quedó atrapado en Medellín, pero un año y medio después se fue a París. Han sido muchas las despedidas y nunca se hacen más fáciles. Siempre hay un tornado adentro que duele y arde, un desprendimiento abrumador.

Esta semana volvimos a despedirnos después de cinco que estuvo en Medellín. Entonces pensé en las despedidas, en su esencia, en lo que significan. Descubrí que hay una parte de mí que se va con él en cada viaje, otra que se despierta cuando le doy ese abrazo incierto antes de decirle adiós, y otra que se apaga, como si solo existiera cuando él está cerca. La familia es una extensión de uno mismo y de la misma manera lo es uno de ella, de esos otros que la componen. Uno es, en parte, de una forma u otra según como sea su relación con esos seres queridos con los que más ha vivido.

Separarse de alguien es convivir con la distancia y el desapego. Es aprender a encontrar pedazos de uno regados en otros lugares e incubar los de otra persona dentro de uno. Vivir lejos de alguien amado es crear una vida paralela de recuerdos e instantes en donde quien no está presente en cuerpo existe de alguna manera. Para mí es casi imposible desligarme de la figura de mi hermano, de lo que representa en mi vida. Es un ser que me define, hace parte de mí. Y es, a la vez, una especie de holograma, al que evoco para sentir cerca, para traer a mi presente con la única forma que conozco de acortar distancias: imaginándolo, recordándolo y anhelando un próximo encuentro.

“Sabemos que dentro de nosotros hay algo más grande que nosotros, que nos va a ensanchar para cabernos”, escribió Carolina Sanín en Nueve noches para la navidad, un libro de textos sobre los días previos al nacimiento de Jesús. ¿Qué es reencontrarse después de haberse dicho adiós? Un nacimiento, una nueva forma de luz, un descubrimiento de la existencia real y actual del otro. Esa presencia nos revela que aquello que llevamos dentro existe y no es solo un artificio, y que sí se amplía cuando esa persona está cerca o a punto de llegar. Que sí nos cabe.

Cuando mi hermano se va algo muere dentro de mí, y revive cuando vuelvo a verlo. Pero la incertidumbre de cuándo será el día del reencuentro es aterradora y se hace más intensa cuando son kilómetros y continentes los que nos separan. Es una espera, tan parecida a cuando él estaba dentro de nuestra madre.

Esa constancia de sus ires y venires, esa realidad que es vivir tantas cosas lejos de él queriendo tenerlo cerca, ese relato que me cuento sobre cómo es su vida en otra parte le han dado un entendimiento a mi entorno de una forma casi que ritualística. Muchos momentos importantes y acontecimientos los evoco a partir de un año y un país donde ha estado mi hermano: “Eso fue en el 2016, cuando Juan estaba en Viena” o “Eso fue en mayo del 2014, cuando Juan estaba en Cuba”.

Hoy, luego de decirnos adiós tantas veces, me doy cuenta de algo que he llevado adentro desde que supe que él llegaría a este planeta: de lo determinante que ha sido su viaje en mi forma de ver el mundo, de cómo nuestros calendarios, a pesar de llevarnos siete años, se han sincronizado, y aunque es él quién se ha ido y yo quien se ha quedado en esta ciudad a la que llamamos hogar, ambos, íntimamente distantes, nos hemos transformado.

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