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Juan Felipe Gaviria

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"Pero todo el tiempo sentía que era una farsa. Una broma elaborada por mi cerebro para entretenerme. Lo recordaba cuando el asombro se robaba mi atención. Lo usaba como una advertencia que el mundo nuestro, al que podemos ir sin trucos ni mentiras es mejor. Porque es el de verdad."

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Me levanté a un cielo surreal. Un amanecer con sol, algo escaso en invierno durante este despojo holandés. Era el día en el que había acordado probar los psicodélicos. Unos amigos me habían convencido, o, mejor dicho, me habían invitado y yo me había convencido de que lo hiciéramos como una despedida a los exámenes. No soy el más versado en el mundo de las drogas. Apenas he gozado de los cigarrillos y porros que se han colado en las noches de fiesta, que disfruto de vez en cuando, pero no han representado para mí un gran interés. Me gustaba oír las historias sobre ayahuasca y escuchar a mis amigos en Ámsterdam contarme las locuras de sus viajes psicotrópicos. Aunque sabía que algún día lo iba a vivir, dejaría que ese día llegara a mí. No lo iba a buscar mucho.


Pues después de esa casualidad de la clase que ahora era acompañada por ese amanecer anaranjado, me desperté a hacer algo que no conocía. Tenía miedo y dudas, pero me he vuelto experto en suprimirlos. Dejarlos atrás para dejarme mirar hacia adelante, y eso hice. Llegué a su casa queriendo terminar lo que había empezado. Con algo de resignación. Por lo menos en unas horas todo habría pasado. Ellos dicen que el viaje cortico, máximo unas cinco horas. Nos sentamos en la mesa, y sin mucho más que unas palabras cordiales fuimos a lo que era y nos engullimos el par de pastillas pálidas en forma de tigre con un trago de agua. 

Hablábamos mierda. Se demoraba un rato en coger. Solo nos permitíamos hablar de la droga cada 10 o 15 minutos. Que no dominara toda la escena, mantener la cabeza ocupada en otras cosas mientras el cuerpo se encargaba de ese tema. Cerca a los 40 minutos me empezó a doler el estomago y me empecé a sentir extraño. Mi consciencia se mantenía sobria y todavía dudosa de lo que estaba haciendo. La había embarcado en un viaje desconocido, peligroso y por eso no estaba muy feliz conmigo. Ella sabe que no ando en mi época más feliz. Que la soledad se ha tomado mi vida, que estoy cargado de frustración con mi inacción creativa y que extraño mucho Colombia. Que no era el momento oportuno para este tipo de cosas.

Ya no había nada para hacer. Empezaron las alucinaciones poco después.

Las palabras no siempre funcionan. Por lo menos no las que poseo en este momento. Si me limitará a describir lo que vi en una sola palabra, sería respiración. Porque eso era. Todo respiraba. La madera de la mesa en frente a nosotros se expandía y contraía. Las ventanas del edificio del frente invadían la fachada con su ir y venir. Las tejas respiraban sin moverse, en vez lo hacían con su color, iban de un gris pálido a un rojo escarlata que se resaltaba en mis ojos. Porque eso también fue extremadamente fuerte, los colores. Si un verde atrevido se osaba a cruzar mis ojos, se llevaba con el toda mi atención. En los lunares de las caras sus negros parecían no acabarse. En este otoño que se desvanece ante la muerte que trae el invierno, las hojas verdes reinaban como reinas de desfile ante los marrones del venir de diciembre. Nunca había alucinado nada en mi vida. Mi primera reacción fue una combinación de shock, asombro y agobio. Era, por momentos, demasiado. Quería volver a la sobriedad, a mi realidad tranquila. Deseé con todo mi ser tener esos cinco sentidos lúcidos de ayer. De abandonar esta ilusión espectral, colorida y hippie en la que había caído. Pero después me poseía el asombro de descubrir este nuevo mundo oculto detrás del nuestro. De la capacidad de mi cuerpo de convertir mi realidad en una que no existe. De transportarme a un entorno artificial donde todo palpita y donde los colores se atreven a moverse.

Pero todo el tiempo sentía que era una farsa. Una broma elaborada por mi cerebro para entretenerme. Lo recordaba cuando el asombro se robaba mi atención. Lo usaba como una advertencia que el mundo nuestro, al que podemos ir sin trucos ni mentiras es mejor. Porque es el de verdad.

En toda esta lucha de las primeras impresiones ante ese filtro de respiración cósmica, salimos al parque, a la naturaleza. No era difícil caminar ni actuar normal, y era muy fácil desvanecer los lentes distorsionados que nos habíamos puesto. Con desenfocar la mirada volvía uno al mundo, siempre y cuando los ojos no se quedaran quietos. Subimos a una pequeña loma y nos sentamos en unas bancas que miraban al parque. Ahí vi colores treparse por troncos, las hojas palpitar quietas, y miles de ojos y fractales que me miraban y no cesaban de moverse. Me impresionaba como mi mente podía encontrar ojos en todo lo que mirábamos. Bajo todo arco se encontraba un iris mirándome. Los ojos no me espantaban, pero quizá apenas fueron un recordatorio de lo importante que considero las miradas de los otros. Más que una pesadilla o un descubrimiento de mi subconsciente, fue un recordatorio de algo que ya sabía que decidió manifestarse en el mundo. En algún punto nos acercamos a un tronco. Él también nos respiraba, potentemente respiraba.

Caminamos por las calles, yo ya había tenido suficiente. Añoraba la sobriedad. Fuimos a un supermercado y tuve que mantener una concentración de hierro para no dejar que la cantidad de ruido, de objetos y colores me ganaran. Me sobrecargaran los sentidos. Cuando volvimos a la casa me sentí en paz. Ya se va a acabar. Y en una conversación más tranquila, de por allá de Colombia, y otras cosas, se terminó. Mis ojos volvieron a la normalidad. Los hexágonos, los cientos de patrones que me captivaban desaparecieron, y lo único que habían dejado fue un dolor de cabeza que se demoró una noche en zafarse.

No sé que pensar de lo que pasó. No lo quiero volver a vivir, no en un rato largo. Pensé mucho en Colombia. Siempre en Colombia. Entre el verde que veíamos, pensaba en los verdes del suroeste antioqueño. Ese verde suave que abraza las montañas y los planos entre ellas. Ese verde que asoma techos de fincas colombianas donde se han vivido noches de felicidad en un clima que no cesa de ser bueno. Donde hasta la lluvia es tibia. Y aún así, me frustró no poder abrazar mi realidad europea. Mi hoy. Quiero poder ser tan feliz como allá. Porque tengo que darme cuenta de que por ahora no estar allá es mi excusa de no sentirme pleno. Pero, cuando vaya, me voy a sentir pleno. Eso es lo que me digo, pero no sé si es verdad. Porque cuando regresé se volverá costumbre y los problemas de hoy simplemente, ante el velo del tedio diario, renacerán. Aunque mi familia esté ahí. Aunque el sol brille más.

Rescato una experiencia completamente nueva. La meto al closet de recuerdos y la dejo ahí. Sigo adelante.

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