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Norberto Bobbio decía: “guste o no guste, las democracias suelen favorecer a los moderados y castigan a los extremistas”. Su afirmación demuestra una profunda devoción por el sistema democrático, que el filosofo italiano construyó a partir de su moderación ideológica. Siendo un hombre de izquierdas — como muchas veces se autoproclamo— criticaba el comunismo dogmático defendiendo una visión más reformista en el marco de las instituciones democráticas. Su rechazo a las ideas totalizadoras, propias del estalinismo y el fascismo, no le permita considerar una meta a donde se debía dirigir la sociedad. Consideraba lo teleológico como algo comprensible en las religiones de salvación, pero no en su visión laica de la política.
A lo mejor la idea de Bobbio sobre la democracia como un sistema que repele los extremos — dada su naturaleza deliberativa y de construcción de consensos— es una utopía habermasiana. Con esto me refiero a una sobreestimación de las bondades de la deliberación y del ejercicio de la ciudadanía. Un mundo asambleario donde todas y todos discuten sobre las cuestiones importantes de la sociedad, una res publica soñada. Un sistema político que obliga a los extremistas a suavizar sus dogmas a partir de la conversación con sus opositores. Ese horizonte de sociedad es necesario en cualquier posición política, pero casi siempre se ve demasiado lejos. El proceso deliberativo, de síntesis entre ideas enfrentadas, es más hoy un enfrentamiento de narrativas emocionales. Los electores en general no toman decisiones a partir de principios. Eligen motivados por la seducción de los políticos de la sociedad del espectáculo.
La democracia hoy no castiga a los extremistas. El ejemplo más claro es el triunfo amplio de Javier Gerardo Milei en las elecciones a la presidencia de Argentina. La semana pasada en el Foro de Davos el León rugió con su catequesis libertaria, dijo, sin sonrojarse y entre aplausos de personas de todo el mundo, que “las fallas de mercado no existen”. El presidente argentino quiere revivir (de nuevo) un muerto que fue sepultado por última vez con la tierra que le echó John Maynard Keynes hace más de cien años. El laissez-faire es, en efecto, una ideología extrema que no concibe ningún tipo de diálogo y acomoda la realidad a la medida de sus dogmas. No suaviza sus postulados, ni conversa con sus adversarios. Todo lo contrario, construye fantasmas (como los que recorrían Europa, irónicamente) y enemigos. El Estado como principio y final de todos los males sociales.
Las explicaciones sobre este fenómeno son aún conjeturas. Algunos hablan de un malestar de la sociedad tardo moderna y sus instituciones. Otros hablan de una crisis de representatividad que debe abordarse con un nuevo diseño institucional, un nuevo pacto ciudadano. Otras presentan a las emociones políticas como causantes de una reconfiguración de la representación y de las elecciones. De lo que sí tenemos certeza es que la promesa de una democracia deliberativa, de un sistema de síntesis, de moderación entre extremos, se ha convertido hoy en una disputa dogmática en donde las ideas reaccionarias llevan la delantera.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-pablo-trujillo/