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La universidad del futuro y el futuro de la universidad (parte II)

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En la primera parte de esta columna, publicada hace una semana, planteaba que las universidades estaban en crisis, dado que han reducido su alcance a tratar de ser pertinentes frente a las demandas del mercado laboral, lo cual, aunque necesario e indispensable, pocas veces logran, y, ante todo, es un propósito muy limitado para su naturaleza y para lo que la sociedad espera de ellas. La universidad actual es reactiva y, a veces, respuesta -que también lo debe ser-, más que proactiva, propuesta y apuesta, como lo exige su naturaleza.

Lo propio de la universidad: ayer, hoy y siempre

Injusto sería pedirle a las universidades que solucionen todas las deficiencias de nuestra educación informal y escolarizada (primaria, secundaria, media, técnica y tecnológica), pero no podemos menos que exigirle que este a la altura de su etiqueta de educación superior.

Para empezar, la universidad del futuro debe recuperar algunos roles del pasado, propios de la esencia universitaria que se han ido perdiendo en el afán de ser pertinente frente a lo urgente. El primero y más importante de ellos es la universalidad del conocimiento que ofrece, lo cual no implica formar toderos, pero sí personas y profesionales que sean capaces de comprender el contexto en el que desarrollan su profesión.

Si bien se precisa de especialistas, no nos podemos quedar con analfabetas funcionales que solo destilan conocimiento en información y ésta en datos, que es la fascinación de los tecnócratas contemporáneos, los nuevos “ladrillos en la pared”, que no advierten que este, paradójicamente, es el terreno en el que la “inteligencia artificial” (IA) más rápido nos gana la partida.

La creciente complejidad del conocimiento requiere de una formación interdisciplinar para complementarnos con la máquina, la IA y los técnicos; de profesionales que hagan el proceso inverso: sintetizar los datos en información, convertir ésta en conocimiento y aplicarlo bien para que devenga en sabiduría, que no es otra cosa que poner el conocimiento al servicio de nuestro bienestar, el de los demás seres vivos y de la conservación del planeta.

En pocas palabras, el primer reto de la universidad de hoy es afirmarse como tal, para poder formar auténticos profesionales, comprometidos con lo que profesan, con su vocación y no solo con lo que hacen, que también es necesario, pero pobre para un profesional, que tiene el deber de diferenciarse de un técnico, no porque sea mejor, sino porque su alcance es diferente.

En concordancia con la anterior, y como lo sugiere la admirable profesora Mariluz Restrepo, docta en educación, la universidad debe ser una suerte de conciencia de época, en la medida que es mediadora en la construcción de la cultura, y una matriz de tradición y cambio, de lo instituido y lo instituyente, para preservar aquello que sea necesario y transformar o desechar lo que a bien lo amerite.

En medio de la vorágine de datos e información a la que estamos expuestos, y que ha generado una crisis existencial y de sentido, con sus conexas enfermedades mentales, la universidad está obligada a ofrecer un poco de serenidad a quienes forma y, a través de ellos, a la sociedad en general. La acción reflexiva es la propia de la universidad, y, si lo hace bien, será otra forma eficaz de acción para la sociedad y las empresas, porque como bien lo decía K. Lewin, “no hay nada más práctico que una buena teoría”, es decir, que unos buenos conceptos, que es precisamente lo que nos está faltando.

Una meta reflexión nos llevaría concluir que en la matriz entre tradición y cambio que debe ser la universidad, ya hemos hablado de su tradición, de lo que debe conservar o recuperar, porque es mucho lo que se ha perdido, empezando por su identidad.   

La universidad del futuro: im-pertinente, disruptiva y apuesta

Parece una perogrullada, pero lo más obvio en la vida es que casi nada es obvio: la universidad tendrá futuro si sabe, con un buen nivel de aproximación, cómo será el futuro; si tiene una capacidad de anticipación de 10 a 20 años mínimo. En tanto espacio de reflexión y prospección, la universidad deberá comprender el pasado, analizar el presente, leer y proyectar el futuro. No puede quedarse apenas respondiendo a las demandas empresariales, que, dicho sea de paso, suelen ser muy cortoplacistas.

Para bosquejar ese futuro con más claridad, es preciso hacer permanentemente una especie de curaduría sobre la información que circula en toda clase de medios. Es mucha la distorsión que se genera cuando tecnófilos y desarrollistas proclaman el advenimiento del paraíso terrenal, mientras tecnófobos y progresofóbicos, como los llama Pinker, anuncian una vez más el apocalipsis, en unos casos con fuentes confiables y en otros carentes de rigor o acomodadas por cada parte.

Las universidades son las llamadas a decirle al mundo, incluyendo a las empresas, hacia donde debe ir y no al revés, pero eso no se hace por decreto; es una autoridad que se gana día a día con la capacidad que muestren sus profesionales de resolver problemas concretos. Y ahí es donde deben ser disruptivas e im-pertinentes, pero para lograrlo, los docentes deben salir de sus aulas (o jaulas, como con razón les dicen algunos) para tener el pulso de la sociedad y de las organizaciones. Para que miren como viven la gente y ellos mismos, y partir de ahí hacer propuestas y apuestas, como le pide el propio Banco Mundial a sus economistas investigadores en el informe de Mente, sociedad y conducta desde 2015.   

Otra condición indispensable para sobrevivir, es que sean ágiles, en todo el sentido de la palabra, y tanto en lo académico como en lo administrativo. Eso implica procesar y adaptar rápidamente los cambios en los currículos y en su gestión, y resolver de una vez por todas esa tensión paralizante que mantienen entre la academia y su administración. Para burocráticas, las universidades: paquidérmicas como pocas instituciones. Antes es que han sobrevivido mucho así. No entienden que la administración está al servicio de la academia y no al revés, pero los académicos, cuando los hay de verdad, porque estamos llenos es de obreros de la educación, que supuestamente enseñan creatividad e innovación, tampoco se las ingenian para romper ese círculo vicioso.

Hoy, con tanto distractor que hay, la pedagogía y la didáctica son tan decisivos en la formación como los contenidos de los cursos. Si el conocimiento no es atractivo, no vende, así de sencillo. Eso no implica infantilizar a los estudiantes y gamificar todo, porque la educación tampoco es un juego. El que sabe, sabe enseñar y hacerse entender o no sabe, solo repite y se repite.

Por último, esa flexibilidad no debe ser solo pedagógica y didáctica, sino también, y ante todo, administrativa. Para qué, por ejemplo, exigirle a un ingeniero financiero que curse las materias de finanzas en un Maestría en Administración o MBA, y mucho menos cobrársela. Que demuestre y certifique sus competencias en la materia y listo. Es lamentable que tenga que pagar por lo que ya sabe. Hay que hacer realidad el discurso de las competencias. Las personas cada vez están menos dispuestas a pagar por lo que no les agrega valor profesional sino costo y eso no lo han entendido las universidades, porque son más importantes las “políticas internas”.

Yo me niego a creer que la gente no quiere estudiar carreras profesionales o posgrados. Lo que no quieren es seguir siendo otro ladrillo en la pared o ser fácilmente reemplazados por un técnico. La universidad tiene futuro si retoma su esencia y hace ofertas de valor a la altura de una educación superior.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/

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