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Eran las once de la mañana. El sol ya estaba pegando fuerte y los labios estaban salados de tanto sudor que chorreaba. A falta de botas, la madre de Constanza les entregó un par de tenis viejos que había por ahí. Era importante que no fueran a pisar las piedras ardientes o a chuzarse con algo en el camino. No dieron explicación, simplemente avisaron que querían caminar un rato por el río. No estaba crecido, así que podían pasar por sus bordes y hasta cruzarlo con facilidad.

Empezaron a caminar en el lugar donde el día anterior habían hecho el sancocho. La familia de Constanza conservaba esa tradición desde la época de Simón Bolívar. Bajaban la olla de la finca, una canasta con los ingredientes, la leña, dos o tres litros de guaro, cervezas Pilsen y cigarrillos. A los abuelos les llevaban sus sillas Rimax para que estuvieran cómodos. El resto armaba su puesto con las piedras grandes que encontraran en la orilla.

Primero debían cruzar el río. Lo harían a pie, aunque en invierno esa opción sería impensable. Tocaba cruzar a caballo o, en su defecto, usar un tractor que había para las cosechas. Los carros se dejaban guardados del otro lado; tampoco lograban atravesarlo en invierno. Desde que llegó, Elena no creía que ese río fuera tan bravo como para no cruzarlo en algún carro. Constanza le explicó que estaban en verano, que por ahora estaba descansando después del último invierno. De todas formas, bastaba una lluvia en la noche para que todo cambiara. El agua, cuando se junta, es como el fuego.

Se tomaron de la mano y cruzaron caminando en diagonal con las rodillas dobladas. Sentían cómo las piedras pequeñas de la orilla, el cascajo, como le decía el papá de Constanza, se convertían en piedras más robustas que intentaban hacerles zancadilla. Elena copiaba los pasos de Constanza, quien tomó la delantera. No quería caer en un hueco o chuzarse con alguna piedra puntiaguda. Sintió miedo cuando miró hacia abajo y vio cómo esa cantidad de agua chocaba con fuerza contra sus rodillas. Creyó sentir que una mano tocaba su pierna. Recordó la muerte de su tío. También intentaba cruzar un río, pero un remolino lo atrapó. Nunca volvieron a verlo. Concluyó que seguramente había sido una planta la que la había rozado. 

Después de media hora de camino solo escuchaban la corriente. Estaban solas y ya bastante alejadas del lugar donde se hacía el sancocho. Piedras inmensas bordeaban el lado izquierdo. Intentaban encontrarle algún sentido a los trazos que el agua había dejado, después de siglos, sobre ellas. Quizás esas marcas podrían ser algún lenguaje desconocido. De ahí en adelante, todo era desconocido para ellas. Siguieron caminando sin sacar conclusiones, el sol las obligaba a moverse rápido; además, debían llegar a almorzar faltando un cuarto para las dos.

Caminaron en la playa que se formaba al lado derecho. Allí encontraron llantas, tapas, plásticos, troncos inmensos, partes de carros y hasta un contenedor. El río había dejado todo eso en la orilla, como si lo hubiera vomitado. También había ropa. Encontraron una zapatilla, una gorra y una camisa rasgada. Elena alcanzó a agacharse para recoger la zapatilla, pero se detuvo cuando escuchó el grito de Constanza. “¡No cojas eso!” Pensó en lo escrupulosa que era, la limpieza del río era más importante. “¡No sabes de quién habrá sido!”. No comprendió muy bien a qué se refería su amiga. No le importó y depositó la zapatilla en la bolsa. Lo demás lo dejó, pero porque su bolsa se estaba llenando.

Constanza pasó los siguientes quince minutos contando las historias de los cuerpos que bajaban por el río. Ella nunca los había visto, pero sus papás y sus abuelos sí. Le explicó que lo inusual era que se ahogaran. Los que pasaban solían ser arrojados sin vida. A veces pasaban solo partes de los cuerpos. A diferencia de la ropa, nunca habían encontrado algún cuerpo o un esqueleto en la orilla. Una zapatilla podía ser el único recuerdo que quedaba de algún familiar. Y entonces, ¿qué pasaba con los cuerpos?, le preguntó Elena. Hay quienes dicen que están ahí abajo esperando a ser encontrados. Se manifiestan a través de remolinos o en arena movediza. Buscan compañía. Otros dicen que el río se los lleva y, como el fuego, los convierte en cenizas.

Las familias de Constanza y de Elena, después de veinte años buscando, creen que las dos se convirtieron en piedras grandes. Si las piedras hablaran, quizás les dirían lo que les pasó. Lo único que encontraron, después de que ninguna de las dos regresara pasadas las cuatro de la tarde, fueron un par y medio de tenis. El par de Constanza y un solo zapato de los que llevaba Elena. Estaban cerca al lugar donde habían hecho el sancocho. En ese lugar también encontraron una zapatilla que, con el tiempo, fue identificada por la madre de Liliana, desaparecida a los dieciséis años en un pueblo que se encontraba río arriba.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/martin-posada/

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