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Voy de afán

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Nos aburrimos de nosotros mismos, pero sobre todo nos aburrimos de los demás. Se hace difícil disfrutar plenamente de la compañía del otro. Tenemos mucha prisa por ir al encuentro de cualquiera que no sea aquel con el que estamos frente a frente.

Estamos siempre corriendo al encuentro fugaz de gente desconocida, que hablará de ideas o de trabajo o de dinero. Cada vez son menos los espacios con las personas que amamos. Y cuando los tenemos cerca escapamos, mirando pantallitas que ponemos sobre nuestras manos para “hablar” con lo que esperamos que esté del otro lado. Escapamos en nuestras mentes también. Mientras alguien se posa frente a nosotros es probable que nuestra cabeza esté haciendo listas de tareas pendientes, cálculos de monedas para saber si este mes alcanza para comprar alguna cosa que no necesitábamos o si tengo pico y placa o si ya hice la declaración de renta o si mañana me voy a poder cortar el pelo o cuantos correos tendré sin leer por estar una hora sin mirar el celular. Nunca estamos, por lo menos, muy poco.

Nos aburrimos de los demás, pero decimos que nos encanta estar conectados. Huimos tanto de las miradas que llegará el día en que los ojos se dejen de encontrar porque le tememos a esas ventanas vivas de otro ser. Reemplazamos las miradas por mensajes que escribimos en esas pantallitas tratando de suplir la intimidad, incluso nos pone nerviosos en esta modernidad, ver al otro “en línea” mientras le escribimos algo a un ser, que definitivamente no estamos teniendo en frente y que no podemos asegurar que esté en el mismo chat con nosotros. ¡Qué curioso! creemos que en las pantallas están los ojos de los demás, por eso las cerramos y abrimos constantemente. Ahí no hay nada, es un objeto compuesto de silicio, cobre, titanio y un montón de cosas más que son inertes, que no palpitan y aun así a ello le entregamos la vida.

Esto es una locura. Lo extraño es que, aunque nos llenemos de quejas, la verdad es que fuimos nosotros quienes creamos estas realidades. Algo no queríamos más, algo necesitábamos cambiar y ahora que lo hicimos brutalmente, le tememos a distanciarnos.

¿Queremos intimar? Porque lo íntimo está en función del tiempo y nos hemos dedicado a trabajar con éxito y en no tenerlo. Cualquier pequeño espacio que se nos aparezca en la agenda, es inmediatamente llenado. Como si el vacío en entre una hora y otra fuera una profecía de encuentro íntimo con nosotros mismos, que es particularmente el caso al que más tenemos y por ello se hace inminente eliminar esa brecha de segundos que se nos dan. Nos damos miedo.

Hablar de tener tiempo es siempre riesgoso, igual que escribir sobre tecnología mientras tecleo un computador. Son temas sobre los que han profundizado los grandes y tratar de decir algo distinto, es cuando menos una osadía. Pero aquí estoy pensando en ello, recordando lo que he leído al respecto y dándome cuenta de que leer sobre el tiempo, el ocio virtuoso y la conexión real con otros, no sirve tanto como hacerlo. Quienes más pensamos en ello tal vez seamos quienes más lo carecemos.

¡Cuánto nos han celebrado no tener espacio en la agenda! En este mundo moderno esa escasez se convirtió en un indicador de éxito y de importancia. Los pobres atareados como diría Seneca, nos llenamos la boca hablando de creatividad, consciencia y libertad. Cuando todo ello solo está en función del tiempo que no conocemos. Ninguna buena idea surgió con prisa, ninguna consciencia se expande sin el contacto intimo libre de pantallas; y nadie es libre si no dispone de lo único que tiene -tiempo-.

“Estoy cansado, muerto” esa es quizá la frase que más se escucha en los edificios de cubículos llenos de gente super inteligente, que cada mañana sale de su casa sin tiempo para meditar, sin tiempo para despedirse de sus hijos, sin tiempo para un buen desayuno, sin tiempo para regar las plantas; todo porque necesitan llegar a tiempo. Estando en sus curiosas oficinas y sin contacto con otros, se ponen audífonos para aislar al mundo, ese al que no tienen tiempo de observar porque necesitan ese tiempo para estar la pantalla inerte leyendo cosas que otros les escribieron también desde algún lugar super lejano, tal vez el cubículo del lado.

Me imagino que siempre hay algo más importante que hablar, porque es lo que menos hacemos. Emitir pequeños ruiditos articulados con nuestras cavidades bucales, haciendo uso de las cuerdas, el aire y la fuerza de nuestro cuerpo; es ya raro. Escuchar mucho más. Porque todo eso necesita tiempo, presencia y conexión y ya no lo tenemos.

Dicen que los órganos que no se usan, se atrofian. Puede entonces que desaparezca la nariz por no oler, los brazos por no abrazar, los ojos por no mirar, la voz por no hablar, las manos por no tocar, el oído por no escuchar. Lo que los sentidos nos otorgaban fue cambiado por un emoji. Útil ya solo nos quedan los pulgares que teclean.

¿Qué pensaría Darwin? En esta evolución vamos directo a desaparecer la especie.

Pero quien tiene tiempo para pensar en eso.

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