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Enferma, con E de exilio

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Pocas veces somos tan conscientes de nuestra propia existencia como cuando estamos en un cuarto de hospitalización. Aprendemos que tenemos un cuerpo cuando nos canalizan las venas, cuando disfrutamos de la cama ortopédica, cuando sentimos el frío del metal de la silla de ruedas en los pies y experimentamos la garganta como el puente entre el estómago y las pastillas, el reflujo y la bilis. Esas veces en las que nos atrevimos a padecer nuestros propios órganos nos marcan, nos hacen sentir como sobrevivientes, se vuelven anécdotas para contar para cuando la gente elogia la dificultad, cuando requerimos compasión y palabras ajenas. Asociamos la enfermedad con la pérdida del control corporal, pero verse en un hospital, bajo mi criterio, como una persona que ha estado enferma toda su vida, no es más que una forma diferente de liberarse de la responsabilidad misma de hacernos cargo de nuestra propia vida.

Entrar a una habitación de hospital es entregarte a un grupo de personas para que examinen, traten, pinchen, muevan, corten y abriguen tu cuerpo a su criterio. Es entregarte a la niñez, porque si somos afortunados existirá alguien que tome decisiones por nosotros, que nos cuide en las noches, que nos dé la comida y nos acompañe al baño. Sin importar nuestra edad, volvemos a un estado de indefensión casi infantil, y aunque a la mayoría de personas les incomode mi confesión, se me hace tan añorable, familiar y casi melancólico el recordarme días y noches en la misma clínica, comiendo la misma comida, tomando los mismos medicamentos, viendo a las mismas médicas y enfermeros, que me gustaría, ocasionalmente, tener la oportunidad de volver a esos días de exilio corpóreo. El fin de esto no es, en todo caso, romantizar la enfermedad, sino todo lo contrario: aceptarla como un acontecimiento natural, abrupto, libre de apreciaciones místicas, tanto incómodo como reconfortante, vívido y desagradable, resignante al cien por ciento. Es padecer nuestras entrañas, músculos, articulaciones, vísceras y órganos; todo como por primera vez.

Cada paciente de cada habitación es distinto, pero todos estamos tratando de alguna forma de dignificar lo impactante que puede llegar a ser que el cuerpo nos controle, y no al revés. Mi forma de hacerlo es producto de la comodidad que encontré en aceptar la defectuosidad de mis órganos, de mi sistema circulatorio, nervioso, cardiovascular ,y en general, de lo dañado que está  todo lo que mi cuerpo pueda albergar; de entregarme a ella, de dejar de ver la enfermedad como una maestra de vida, como una cruz que me hará más fuerte, un martirio que forja el carácter, una pesada tarea que me hace ser una persona digna de palabras de ovación y/o consolación. Empecé verdaderamente a hacer las paces con mi sistema inmune deficiente desde que dejé de tratar, como nos han hecho creer, que es necesario sacarle enseñanza a todo y renacer de las cenizas ante la más mínima dificultad. La enfermedad para mí es eso y ya, una consecuencia más de ser seres vivos.

Como cada cosa que nos sucede, habitar el cuerpo trae consecuencias tanto negativas como positivas, no obstante, ambas son tratadas de forma diametralmente opuestas. Cuando nos preguntan sobre lo positivo de sufrir, de forma algo rebuscada tendemos a repetir el mismo discurso sobre el elogio a la dificultad. Es que nos ayuda a crecer. Es que apreciamos más la vida. Es que Dios les da las peores batallas a sus mejores guerreros. Es que, en fin, siempre uno termina sintiendo la obligación de pararse frente a los defectos del cuerpo como un santo y abrazar la incomodidad, el dolor y el olor a pasillo de hospital porque es lo que se termina esperando de uno. Quejarse, pero no mucho, disfrutar, pero no demasiado. Apreciar las enseñanzas que nos deja que nos chucen los brazos a diario, luchar contra el cuerpo para ganarnos el título de valientes, cuando el estar enfermos no nos hace mejores, ni nos añade adjetivos, ni nos suma, ni nos resta.

¿Lo positivo de todo esto? puede que haya algo a rescatar, pero dudo que sean propiamente apreciaciones trascendentales, inspiradoras o conmovedoras. Tal vez que gracias a los hospitales tengo una cantidad considerable de toallas de ducha en la casa, o que estar ocupada pensando en el sufrir me da una excusa lo suficientemente válida para aislarme de todo y todos, de tenerme paciencia y entrar en un estado propio del egoísmo del exiliado. Egoísta por pensar en que los demás piensen en mí, en que la profesión de otra persona sea posible gracias a las inclemencias de mi propio cuerpo, que me estudien como si fuese única, como si mi bienestar fuese la prioridad para un grupo de totales desconocidos. De la enfermedad rescato que es parte de mis zonas seguras, porque por ella me convenzo de que merezco el placer de comerme un trozo de chocolate de más luego del almuerzo o de comprar libros compulsivamente porque una tiene presente la posibilidad de morir más rápido que el resto. Estar enfermo te da la excusa perfecta para que te nazcan las ganas de existir y eso de por si no es tan terrible, aún menos si le sumas la posibilidad de estar todo el día en bata y cucos, donde uno de los pensamientos más recurrentes es el sabor de la gelatina que te obligan a comer a la hora del algo, y/o si la visita traerá globos de helio marcados con un “recupérate pronto” o no.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/mariana-mora/

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