Hace unos días vi la película Alas Blancas, del director Marc Forster. Narra la historia de Sara, una niña judía de clase media en la Francia de principios de los años cuarenta. Su vida, en apariencia normal, transcurría entre las clases, sus amigas y la rutina en casa de sus padres. También aparece Julian, un alumno brillante y compañero de clase de Sara, quien sufre el rechazo y la discriminación debido a su condición de discapacidad. Sus compañeros son violentos con él, situación que a Sara le resulta indiferente.
Con la ocupación nazi, Sara comienza a sufrir hostigamiento y discriminación, y estuvo a punto de ser capturada para ser llevada a un campo de exterminio. Sobrevive gracias a Julian y su familia, quienes la salvan. El muchacho al que tantas veces menospreció le da la oportunidad de seguir viviendo.
El argumento central de la película es la normalización de la violencia y la deshumanización: la negación del otro, lo fácil que resulta ser cruel en un mundo donde la violencia manda la parada. Es imposible no traer esa reflexión a nuestros días, cuando el mundo avanza con paso firme hacia la oscuridad; un mundo donde la violencia fascista, el exterminio y la pérdida de humanidad se aproximan como una sombra ominosa.
Me resultó imposible no confrontarme, no seguir ahondando en un proceso de reflexión personal. Con este texto no pretendo pontificar ni señalar a nadie, pidiéndole que examine su pasado y su conciencia. Quizá sea simplemente una recomendación de película, acompañada de una reflexión personal. Es también una forma de reconocerme, en algún modo y proporción, responsable de esta época de locura. Recogiendo la idea de la filósofa alemana Hannah Arendt: cuando ninguno es culpable, todos somos responsables.
Mientras escribo, pienso en las muchas veces en las que también he sido cruel con otros seres humanos; en las que he tenido gestos, comportamientos o pensamientos deshumanizantes hacia otras personas: por una diferencia de ideas, de formas, por un lugar, una religión, una convicción o una condición. Situaciones en las que he racionalizado, deseado, banalizado o justificado algún tipo de violencia o sufrimiento.
¿Qué se puede hacer para enmendarlo? Lo primero, reconocerlo. Tal vez ese sea el paso más concreto e inmediato. El más complejo: practicar consciente y decididamente el amor y la compasión. Ser humano. Actuar con humanidad. Es muy fácil, dadas las condiciones mismas de nuestro mundo —escudados en el anonimato de las redes o alentados por ideas que se esgrimen como verdades absolutas—, vivir bajo una lógica hostil y confrontacional. Presos de una dinámica de adversarios, de una antítesis como motor de nuestra existencia: aquí nosotros, allá ellos.
Cuando se construye un muro con el otro, cuando se establece una distancia insalvable, cuando se le convierte en enemigo, se transita muy rápidamente —casi de forma imperceptible— hacia distintas formas de violencia, hacia una peligrosa escalada contra la dignidad humana. Tolerar o permitir, sin ningún escozor, es también ser partícipe de la agresión.
Ser amable, dialogante, compasivo, gentil y humano —por sencillo que suene— son atributos cada vez más difíciles de cultivar y practicar, pero urgentes para la preservación de nuestra propia vida. De lo contrario, transitamos sin freno hacia el abismo.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/samuel-machado/