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Para escuchar leyendo: Sebastián, Rubén Blades
Empecé a ver la misma procesión dentro de los ojos de muchos contemporáneos, no era un mal solo mío. Muchos de mis compañeros de universidad, amigos y colegas, tenían en la mirada la misma angustia que me perseguía y entre todos nos dábamos aliento con los mismos consejos. Empecé a notar, entonces, un patrón que luego me confirmaron las redes sociales: existe en la generación nacida a finales de los 90s y principios de los 2000, un sentimiento de deuda, de expectativas no cumplidas, de frustraciones repetitivas.
Espero, querido lector, querida lectora, que me permita tomar la licencia de hablar desde lo personal. Porque, si bien la procesión se lleva por dentro, cuando se hace por una pena compartida bien vale la pena reflexionar juntos entorno a las razones que nos llevan a albergar, entre todos, en algún rincón a la desdicha.
Desde que tengo memoria me ha interesado la política, desde que tengo memoria he hablado de política, desde que tengo memoria me han dicho que seré presidente. Mis familiares, los amigos, los profesores, los compañeros, en cada etapa de mi vida alguien llegó a mirarme a los ojos y me dijo “usted va a ser presidente, y se va a acordar de mi”. En algún momento lo creí, alguna vez -con menor frecuencia- lo quise, pero entre más días vivo, menos realidad le veo a aquellas frases.
La etiqueta de generación de cristal nos encasilló, está claro que nuestro nivel de frustración no es el mismo al de otras personas criadas en otras circunstancias y en otros tiempos. Recibimos una estimulación temprana que se traducía en la promesa de conquistar el mundo y en la certeza de ser los mejores. La vida, como en el verso de Robledo Ortiz, nos demostró en carne viva que no era así.
Y ahora, en los años en los que dejamos de ser jóvenes promesas, la mayoría busca el milagro que nos ayude a no ser un viejo fracaso. El vivir nos demostró que no era por merecimientos que crecíamos en alguna escala, que incluso el merecer era tan subjetivo como la percepción misma, y que los portazos son más frecuentes que las puertas abiertas. Entonces, reflexiono, ¿hacia dónde debemos caminar? El debate por la salud mental es uno que no da espera, y que debe ser atendido por la mayor cantidad de aristas que nos permitan entendernos, comprender el por qué de nuestros sentimientos, el para qué de nuestras acciones.
Es muy probable (lo más, si se quiere) que yo no vaya a ser presidente, ni siquiera del conjunto residencial, pero los privilegios en la vida me han permitido acceder a herramientas que me han ayudado a no cifrar mis esperanzas a ese cargo, a la vieja quimera del poder. Me pregunto -me preocupo- por aquellos que no pueden permitirse esos privilegios, aquellos que alimentan la desesperanza y terminan por vivir en piloto automático a la espera de la muerte. Me pregunto por aquellos que deben ganarse la vida con tanto afán que no tienen tiempo si quiera de comprender sus tristezas. Me pregunto cómo ayudar, qué hacer, qué corregir. Me pregunto también qué vendrá y qué podremos crear cuando sea nuestro turno de criar.
Me gustaría pararme frente a mi y poderme abrazar, usted no va a ser presidente, pero va a ser feliz. ¡Ánimo!
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