Una historia poco original

Una historia poco original

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Queridx Lector 

Una persona cercana, muy cercana, se acercó a mí con esta carta, queriéndola publicar en No apto. Yo sabía que llevaba muchos años intentando transmitir con palabras este sentimiento, y me sentí supremamente orgullosa de que por fin lograra hacerlo. Esta persona es, sin lugar a dudas, alguien que llegó a este mundo para romper los paradigmas ridículos de la sociedad paisa. Esta persona es radicalmente profunda, y quiere permanecer anónima porque la trascendencia de su mensaje es suficiente para transmitirlo sin las ataduras de un un nombre, o de un apellido. Le cedí mi espacio de la columna esta semana porque esta historia no es una historia anónima, sino la historia de muchísimas personas en Medellín; de muchísimas mujeres, especialmente. Espero que quienes lean esto vean la profundidad de la carga que hacemos que nuestros hijos e hijas tengan, y espero, desde el fondo de mi corazón, que lo hagamos diferente de ahora en adelante; que sea diferente de ahora en adelante. 

***

Queridx lector/e/a,

Hoy quiero contarte una historia cero original.

Soy una persona que creció en completa desconexión con su propio cuerpo. En mi casa la sexualidad siempre fue un tema del que no se hablaba, y si lo hablábamos era para repudiarlo o para recordarme a mí, la hija, que aquella era una parte de mí que tenía que enterrar si quería que los hombres (y las personas en general) me tomaran en serio. A medida que fui creciendo y exponiéndome más al mundo, empecé a enterarme de ciertas normas sobre mi apariencia: que mi cuerpo debe lucir de cierta manera para ser deseable, que es bueno ser voluminosa en ciertos lugares pero en otros no.

Unos años después, a través del primer hombre con el que exploré ese terreno tan desconocido que para mí era la sexualidad, me enteré también de que tenía que saber darle placer a un hombre aunque no tuviera nada de experiencia, porque eso es lo que se pretende de mí. Lo supe cuando, después de intentarlo las primeras veces, la respuesta que recibí fue un “me lo esperaba mejor”. También advertí entonces que mi cuerpo es defectuoso de muchas maneras: en sus formas que “no se ven como en la foto que pusiste en Instagram”, en su estatura que simplemente no da la talla de mujer espectacular, en sus pequeñas y circulares cicatrices queloide que hacen que una parte de mi piel parezca “una mina”, y sobretodo en su incapacidad de llegar al orgasmo y de confirmarle así a mi pareja que él podía hacer venir a una mujer. Y tras haber asimilado todas estas verdades sobre mí, tuve que digerir la última: que yo era deficiente y bastante extraña por no querer tener sexo, porque todas las novias de sus amigos lo hacían, porque eso es lo que hacen las personas que se aman.

Hoy en día miro hacia atrás y no me sorprende en absoluto que no quisiera. No me sorprende, porque toda la vida me habían enseñado que mi cuerpo era algo que debía ser descubierto por alguien más, no por mí, y solo a partir de cierta edad y bajo ciertas circunstancias. No me sorprende porque cuando llegó ese alguien que finalmente comenzó a descubrirlo, él se encargó de que yo recibiera el recado que hemos de recibir las mujeres y que a mí, hasta ese entonces, me había eludido: que mi cuerpo vale porque se asemeja a cierto arquetipo o porque es capaz de deleitar los sentidos de los demás. Sé que hoy en día todo se nombra y la verdad es que yo no he logrado encontrarle un nombre a ese conjunto de comentarios y comportamientos denigrantes de los que fui receptora (y que no frené cuando era oportuno), pero no pretendo hacerlo aquí, porque ese no es mi punto. Lo importante no es el emisor, porque emisores hay muchos. Los hay en forma de personas, de contenido mediático, de estrategias de mercadeo; nos rodean todos los días. Pero para mis propósitos, lo importante es el mensaje. Lo importante es que sé que no soy la única mujer que se ha sentido humillada por su apariencia o por su desempeño sexual e inmensamente presionada a moldear estas dos cosas de manera tan precisa que se olvida de su propia experiencia y de su propio disfrute en el camino. Sé que no soy la única mujer que se ha sentido forastera en su propio cuerpo, como si este fuera una máquina destinada a alimentar la vista y dar placer y emitir orgasmos y gemidos. Una maquina que, si por cualquier razón no llegase a cumplir alguna de estas funciones, estaría dañada y por ende perdería su valor.

Sin embargo no hay que dejarnos engañar: el hecho de que tantas mujeres nos hayamos sentido así en algún punto de nuestras vidas no nos habla tanto de nosotras mismas como de la sociedad en la que vivimos. El hecho de que esos sean los mensajes que estamos recibiendo, independientemente del medio por el cual nos alcancen, no está bien y no debería ser normalizado. Es impresionante, y a mi parecer completamente incongruente, la manera como la sexualidad femenina es sistemáticamente reprimida y al mismo tiempo explotada en nuestra cultura: explotada en función de un sistema patriarcal y de una sociedad de consumo, y reprimida en función de ciertos ideales que se remontan a un pasado muy lejano, y que hoy en día son absolutamente anacrónicos. ¿Cómo llenar tantos moldes y someternos a tantas instrucciones de cómo debemos vivir nuestra sexualidad, teniendo en cuenta que los moldes y las instrucciones se contradicen entre sí? ¿Cómo sentirnos cómodas con nuestra propia sexualidad si sentimos que para ser bien vistas tenemos que esconderla, pero también debemos conocerla y dominarla porque cuando llegue alguien más hay que saber hacerlo bien? Y entre todas esas contradicciones, ¿Dónde queda nuestro placer?

Cuando vivimos bajo las expectativas de una cultura represiva y a la vez pornográfica, no es ninguna sorpresa que tantas mujeres no tengamos una relación amorosa y respetuosa con nuestros cuerpos. Y desafortunadamente, somos muchas las que no hemos desaprendido los juicios y aprendido a vivir nuestra sexualidad de una manera bacana, libre, placentera, porque aún nos desdibujamos entre tantas exigencias paradójicas.

Debo confesar que cuando tuve la idea de escribir este (mini) ensayo, quería hacerlo porque tenía rabia; rabia con una sociedad que me ha impuesto tantas reglas, que ha implantado en mí una noción de lo que significa ser mujer en este mundo, de cómo debería lucir mi cuerpo y de las funciones que debería cumplir. Rabia, sobre todo, con las personas que a lo largo de mi vida me han confirmado esas nociones. Con los que han tratado a mi cuerpo y a mi sexualidad justo como la cultura de la represión o la cultura de la cosificación lo dictan. Sin embargo, ya llevo varios párrafos y estoy comprendiendo que no se trata de asignar culpables, porque en ese caso la culpa sería de todos y por lo tanto no sería de nadie. Así que no escribo para eso. Creo que en el fondo no es la rabia lo que me mueve. Me mueve el saber que estas ganas de darle algún tipo de clausura a mi pasado y de contar mi historia hacen parte de algo mucho más grande que yo; saber que más allá de estas montañas hay personas hablando sobre este tipo de cosas, pero que en esta ciudad no son tantas, o al menos no las suficientes.

Escribo porque en Medellín necesitamos más voces y yo quiero usar la mía. Escribo porque soy una mujer que quiere decirle al mundo que su placer no existe para excitar al otro, ni para alimentar su ego o hacerlo sentir más hombre. Que su cuerpo no existe para ser visualmente atractivo ni para complacer cuerpos o sentidos ajenos. Quiero decirle al mundo que mi placer existe como un fin en sí mismo y que mi cuerpo existe para que yo lo viva y lo goce. Que el hecho de que otra persona pueda disfrutarlo es una elección que está en mis manos y que viene por añadidura. Quiero contarte a ti, queridx lector, lectora, o lectore, que he decidido vivir mi vida con estas certezas, porque tengo la fuerte convicción de que cuando una mujer decide adueñarse de su placer, de su cuerpo y de su sexualidad, esa mujer cambia su vida, y de paso sacude un poco al mundo.

Y finalmente, tal vez eso es justo lo que el mundo necesita: que lo incomodemos, que lo cuestionemos, que lo sacudamos. Una a la vez. Así que espero que esta historia, aunque nada original, te haya incomodado un poquito.

Un abrazo,

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