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En enero empecé un diario. Cada mañana me preparo un café y me siento a escribir lo que surja. Me abandono a la escritura. Sin orden, sin coherencia algunas veces, sin pretensión. En esas hojas no hay nada para mostrar, nada publicable. Solo mi letra, los trazos que van dejando mis dedos porque soy zurda y nunca aprendí a escribir torcido —como hacen la mayoría de los zurdos—, y mis ideas. Raras, inconexas, ausentes, desperdigadas en un papel que, seguramente, como casi todas las libretas que he tenido, se irá algún día a la basura.
A veces lo abro en alguna página aleatoria para leerme. Lo que me encuentro siempre me conmueve, me da pudor conmigo misma (por eso sé que su fin será la caneca). Me convierto en el personaje de una historia que ya no me pertenece, pero que fue creada por mí. Entro en una ficción que soy yo misma, pero soy otra. La escritora que lee sus propios cuentos sin recordar que son suyos, o que los recuerda como una vida pasada, de un personaje que ya no existe o que creció. Cuando uno escribe, volver a sus textos es entrar en otra dimensión, es mirar las palabras con un filtro nuevo, con otra capa.
Leerme me hace comprobar la belleza que hay en lo cotidiano, pues un hilo conductor inconsciente en mi diario es la gratitud por mi rutina. En todos los escritos siempre aparecen las palabras gracias, agradecimiento, agradezco: por el café de la mañana, por haber dormido bien, por el movimiento, por el hábito de levantarme temprano y disfrutar de la paz que trae un amanecer antes del ritmo frenético de la ciudad, por ver a Gabo hecho ovillo en su sofá y a Rafa a mi lado.
También hay algo que aparece de manera recurrente en mis frases: la ausencia, el viaje, las despedidas y los reencuentros. Rafael, mi esposo, ha viajado mucho por temas de trabajo. Han sido viajes largos a países lejanos. Comunicarnos es exigente para ambos, mantenernos conectados es complejo. Leo en mi diario que la medida del tiempo se fracciona cuando él se va, y se intensifica de manera paradójica cuando faltan pocas horas para su regreso. “La ausencia es una carga. ¿Quién la sostiene cuándo son dos quienes la padecen?”, escribí el dos de julio. Y entonces me imagino dos manos que se juntan en la orilla de un río para intentar asir entre ellas un poco de agua, que se escurre, que no calma la sed porque, aunque su fuente es inagotable y extensa, no se puede contener lo que es inevitable.
Y escribir es lo mismo, una acción circular. Cada trazo es un destino y una distancia entre uno y ese otro que es el papel, la hoja en blanco que se va llenando de manchas negras y de las huellas de los nudillos. Solo que aquí la carga se suelta, se aligera la mente mientras brotan esos pensamientos extraños y diversos, pero que arman, si uno quiere verlo así, un rompecabezas preciso que encaja, de lo que soy. De la transformación, al parecer inadvertida, que trae cada día, aunque puesta en escena como un todo, se ve nítida.
Este diario nació en enero, como muchas otras cosas que podían nacer. Fue un mes de descubrimiento, pero el descubrimiento vino después.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/amalia-uribe/