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¡El populismo es una droga!
Como toda droga, carga consigo un poder de adicción variable. Como toda droga, quienes la consumen sienten una imperiosa necesidad de repetir su dosis, al tiempo que se engañan con una aparente sensación de control. Como toda droga, tiene el potencial de destruir cualquier organismo que encuentra a su paso. Como toda droga, es posible dejarla.
Como forma de gobierno, el populismo –un término acuñado por primera vez a finales del siglo XIX, para señalar una especie de nacionalismo desnaturalizado o un paso previo al totalitarismo– ha demostrado su capacidad para erosionar todas las instituciones que garantizan la estabilidad y libertades propias de una democracia sana. Por años fue un término guardado en el ‘chifonier’ de la historia. Hasta que América Latina lo desempolvó y comenzó a ponerlo de moda por medio de discursos nacionalistas, socialistas o liberales expresados con vehemencia por líderes “carismáticos”.
Las narrativas populistas son altamente adictivas, debido a que aceleran exponencialmente las emociones y producen sentimientos como la envidia, el odio o el resentimiento; todo para movilizar a las personas y lograr el “respaldo popular”. Una de las secuelas que nos ha dejado este fenómeno indeseado está en la economía: hay un resquemor a la generación de riqueza monetaria y, por el contrario, florece cierta romantización de la pobreza. Cualquier persona, sin importar su filiación política, tiene el derecho de salir adelante si así lo desea.
Lo que vemos hoy es que todo populismo se cimienta en una idea que, a la fecha, es una mentira: el trabajo decidido por las minorías, la expresión alternativa al statu quo y que representa los intereses de los olvidados. Bajo esa lógica, los líderes populistas han enfrentado entre sí a los ciudadanos a los que, paradójicamente, tienen el deber de proteger. La estructura discursiva de “amigo-enemigo” o “pueblo-élite” es una garantía de votos en el corto plazo y manifestaciones en contra en el mediano o largo plazo.
Ya hemos cargado bastantes años con esta lógica. Y viviendo la Colombia de hoy, donde la erosión de la institucionalidad aprieta cada vez más la cincha de nuestra democracia, es que se hace necesario un acuerdo sobre lo urgente, esto es, un compromiso para superar el populismo en Colombia. No podemos seguir por ese camino. Candidatos, partidos políticos, estrategas electorales, medios de comunicación, empresas, sindicatos, academia…en fin, todos los estamentos ciudadanos tenemos la responsabilidad y la oportunidad de dejar atrás ese vicio, identificándolo cuando nos ronda, desatendiendo la tentación a caer en su círculo vicioso y condenándolo públicamente cuando nos pretenda.
El populismo, por sus efectos nocivos en cuanto a la capacidad que tiene para enemistarnos y crear enemigos donde no los hay, nos arrebata uno de los principios más sublimes de las democracias modernas: la convivencia, en un mismo Estado, de personas que tienen diferencias de pensamiento, pero que encuentran oportunidades para construir un mundo increíblemente imperfecto a través del diálogo y el reconocimiento del otro.
Si no acabamos con el populismo, el populismo va a acabar con nosotros. De ahí la importancia de construir sociedades más ascéticas.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/andres-jimenez/