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El frío de los otros

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«Voy por la carretera y compruebo con alegría que conducir, como bailar, es soñar con los pies y
que tampoco hace falta llegar muy, muy lejos. La vida es una fortuna cuando se tiene la suerte de
admirar lo que está más cerca.» Luis García Montero.

Un chico excepcional nos ayuda con distintos trabajos en nuestra casa estos días: desde pegar una baldosa desprendida hasta hacer un filtro en el jardín. Llega, con sus ojos verdes, a la hora en punto, y cuando se acerca el fin de la jornada pregunta qué más hay que hacer. La primera tarde, él seguía concentrado y el cielo empezó a teñirse de rosa. Sin conocer a esta pareja enloquecida con la naturaleza, nos dijo: qué belleza de atardecer, a mí me encantan los atardeceres, les tomo fotos, he llegado incluso a participar en concursos con las fotos que les tomo. Entonces me acerqué y contemplamos juntos el atardecer.

A partir de eso pensé que no había que saber nada más, que era suficiente, porque hay detalles que son suficientes para conocer a los seres humanos. Pero después nos contó que trabajaba con unas señoras que se dedicaban a observar aves y que, en realidad, ahora eran amigas suyas, y cuando vio que también amábamos las aves empezó a preguntarnos por nombres específicos, si conocíamos esta o aquella, y esa se convirtió en una nueva ventana. También le dijo en algún momento a mi esposo: mi primera casa fueron cuatro palos y una tela, pero hoy es una buena casa. “Cada vez que abres una puerta te encuentras con alguien hecho pedazos”, escribió Doris Lessing en El cuaderno dorado.

Uno de esos días, al preguntarle si había almorzado bien y ofrecerle un dulce, el chico nos dijo: A mí me da mucha pena con ustedes, porque es que son muy amables, la gente no es tan amable, yo estoy sorprendido. Entonces pensé que en realidad nunca es suficiente lo que sabemos de los otros, y que, a la vez, es tanto lo que se ha vuelto obvio con respecto al común de las personas, que ya los buenos chicos no esperan nada. Habla él de la generalidad que ve y de nosotros como una excepción, y entonces pienso que mi mundo es un invento, que nada de esto existe, que la realidad es el frío de los otros, que el chico seguirá desprotegido entre los cuatro palos y la tela.

Si sabemos verla, la belleza se nos mete por dentro y nos limpia y nos une. “Y cuando uno pasa todo el tiempo con caballos, el alma se expande un poco hasta que las costumbres de los hombres resultan no ser más que una fiesta de disfraces que es mejor no tomarse muy en serio”, escribe Richard Powers en El clamor de los bosques, y pienso en ese primer atardecer que nos acercó, al que se unieron los pájaros, el cuidado con el nido que no podíamos bloquear al sellar un muro, los ojos abiertos a la casa verde, que es igual de grande y de poderosa y de bella para todos, y que hieren gravemente quienes, con los ojos cerrados, no saben siquiera reconocer el encuentro con un buen chico, y entonces intentan con cada uno de sus gestos y sus palabras llenas de las capas del hastío convencerlo de que su casa será siempre los cuatro palos y la tela. Que no lo abrigará nunca nada.

Otros escritos de esta autora:
https://noapto.co/catalina-franco-r/

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