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El jueves pasado conocimos la terrible noticia de que Sofía Delgado había sido encontrada muerta. La niña de doce años fue asesinada por Brayan Campo que, luego de su confesión, ha sido imputado por feminicidio agravado, desaparición forzada, secuestro y ocultamiento de pruebas, y quien, además, había sido señalado de abusar de otra menor hace unos años.

Miles de colombianos expresaron su tristeza desde el mismo momento en que se supo de la desaparición de la niña; las muestras de solidaridad aumentaron cuando el cuerpo fue encontrado, y desde muchos rincones de Colombia llegaron mensajes de aliento a los padres de Sofía; la opinión pública se movilizó a favor de ella y su familia y en contra del feminicida.

El sentimiento de rabia generalizada invadió las redes sociales y las conversaciones presenciales. El caso hacía recordar a otros similares ocurridos hace no mucho tiempo. Se sintió, por un momento, una empatía generalizada con lo sucedido. Sofía era otra niña menos en una Colombia que no se cansa de matar a sus mujeres.

Sin embargo, dentro de pocos días todo pasará. La historia será una más dentro de los cientos de casos de mujeres víctimas de feminicidio este año en nuestro país. El día a día hará lo suyo: irá apaciguando la indignación frente a este caso en particular y la anestesia llegará, como llegó con Rosa Elvira, Yuliana o Michel Dayana. ¿Quiénes? Se preguntarán muchos, y dejarán pasar la respuesta sin reacción alguna.

Colombia es un país sin dolor. Aquí pasa de todo y no pada nada. La desaparición forzada, el secuestro, el homicidio y la violencia sexual, entre otros delitos, son comunes, parte del paisaje, porque somos un país, una sociedad, que se acostumbró a que la sangre corra mientras miramos para otro lado y seguimos como si nada nos tocara, caminando como entes insensibles frente a todo lo que nos rodea. Acostumbrados a la muerte hemos dejado de lado la vida.

Cuando uno se anima a llegar al dolor del otro, la vida se convierte en un absoluto, dijo Ernesto Sabato alguna vez. Aquí el dolor del otro no nos importa, como tampoco nos importa el nuestro. Nos hemos vuelto seres que no sienten ni para sí mismos ni por los demás, lo que nos lleva, paso a paso, poco a poco, a ser una sociedad rota, sin tejido, ausente de manos amigas y palabras bondadosas.

Aquí la indignación dura lo que se demora en llegar un nuevo hecho violento, que nos sacude por un instante, mientras nos preparamos para que llegue otro hecho violento, y entramos en una espiral que, por costumbre, nos aleja de la posibilidad de tener el dolor suficiente para romper con esa cadena de miseria.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/daniel-yepes-naranjo/

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