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Las mañanas, aunque emocionantes, eran casi un obstáculo. En aquellos días se convertían de una parte integral de la jornada a un medio necesario para un fin. Necesitábamos que fueran las 9 de la mañana para que, en algún momento, fueran las 5 de la tarde. La cabeza y el cuerpo rumiaban los azares diarios. Lograban, sin mucho foco, cumplir con las necesidades básicas: el baño, la alimentación y —algo— del trabajo. Las horas eran lentas. Tortuosas. Siempre estaba allá aquella ansiedad, aquella emoción terrible, aquella canción sonando, rimando, esperando ese primer silbato.

El único tema aceptable del cual tener una conversación de más de cinco minutos era el fútbol. La conversación predilecta del país era hablar de la grandeza de la selección. De la magia de la zurda de James, del poder de comando de Lerma en el mediocampo, de la sorpresa de Arias y Muñoz por el sector derecho, de las atajadas atrapa corazones de Camilo, de lo calidoso que se mostró Richard todo el torneo, de las ganas que le metía al partido Córdoba y de la magia que mostraba Quinterito con cada balón. Nos repetíamos los elogios como si fueran dirigidos hacia nosotros. Nos reíamos de los memes, que llovían a cántaros ante cualquier falta mal pitada o algún papayazo que daba cualquier pobre alma.

Cuando nos aburríamos de hablar de la genialidad de Néstor Lorenzo, del cambio en actitud de la selección y de la calidad casi abrumante de nuestro fútbol, había más salvavidas dispuestos a salvarnos del tedio del mundo real. Podíamos enfocarnos en el brillo que mostró Canadá durante el torneo, en el gran partido de Ecuador frente a Argentina o en el duelo sangriento entre Uruguay y Brasil. Y si nos aburríamos de las Américas, nos podíamos dar el lujo de saltar del continente para mirar a los europeos y comentar sobre sus canchas, sus juegos y su torneo. Fue un festín hedonista para cualquier fanático del fútbol y el deporte. Pero más que eso, para nosotros los colombianos, fue una época de felicidad casi ilimitada, afuera y adentro de la cancha, que años adelante, recordaré con una nostalgia tan potente como agridulce.

No sé si el fútbol pueda cambiar el mundo, pero sí sé que puede cambiar nuestro mundo. Nuestras emociones. De unir a millones de desconocidos con esperanza. De regalarnos una felicidad explícita, una victoria común; algo que no se da mucho en este mundo de supuestos consensos de la democracia. Nos regala ídolos intocables, casi infalibles. Nos acerca a ellos y a su felicidad como si fueran familia. Nos regala mitos comunes que permean las conversaciones de la sociedad por décadas. Desde el escorpión de Higuita, el empate contra Alemania, el 5-0 a Argentina, la victoria del 2001, el gol de James contra Uruguay. Se construyen historias que se vuelven parte de la identidad nacional.

Aunque también, esa esperanza y ese júbilo son frágiles. Está siempre a una patada del rival de desmoronarse, de deshacerse. Está a una entrada mal hecha en el área, a una atajada que no se dio. La felicidad recae sobre las manos de otros, de desconocidos que nos muestran en píxeles. Y el costo de perder, cuanto mayor la esperanza y alegría que se ha generado, más caro es. Eso aprendimos el domingo cuando se nos acabaron las mañanas obstaculizadoras, los ritmos de Ryan Castro, la esperanza absoluta de que todo pintaba con que la segunda estrella era inevitable.

Cayeron cascadas de lágrimas. Algunos fruncieron el ceño y refunfuñaron que todo fue una mentira: que era la misma Colombia perdedora de siempre.  Que las felicitaciones y el agradecimiento son solo para los campeones, no para los subcampeones. Otros lograron recoger las piezas de su felicidad y tratar de ver la belleza en eso, a pesar de la derrota. Vieron el camino de un mes, los 5 partidos que nos llevaron a la felicidad, como la verdadera felicidad. Casi se vuelve un argumento existencial si la felicidad está en el resultado o en el camino. Pero la verdad es que no es más que un torneo que guardaremos en nuestros corazones, aunque tratemos de racionalizar que el segundo puesto fue una terrible derrota.

Hace mucho no veía tanta felicidad esparcida por las calles, tantos abrazos de hermandad y tanto orgullo en ser colombiano. Yo sí le doy las gracias a la Selección Colombia. A todos los que nos pusieron a festejar por un mes la fiesta del fútbol. Que haya sido escaso nuestro buen fútbol a través de la historia, nos hace apreciar la exposición que nos dieron. A pesar de las lágrimas y el dolor de perder una final, nunca había sentido tanta esperanza por nuestro fútbol y por lo que representa. Por la confianza de que apenas acaba de empezar la fiesta de Colombia en los torneos internacionales. Que todavía quedan abrazos de goles y corazones por esperanzarse. Gracias, Colombia. Gracias, James.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/

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