Escuchar artículo
|
Salir al jardín a comprobar que hay que fumigar los limones porque, nos advierten, esa pestecita apenas perceptible en algunas de sus hojas se puede convertir en la guerra que arrase con el jardín entero. Sentir la guerra en todas partes. En Israel y Gaza, en Ucrania, en donde pueblos hermanos se siguen matando; en Nagorno Karabaj, con la expulsión de la población armenia del enclave en Azerbaiyán; en la virtualidad, en donde millones de perfiles se enfrentan desde su comodidad.
Seguir protegiendo un jardín en este mundo en llamas. Defender un pedacito de belleza verde como resistencia ante el horror, como frontera frente a la barbarie, como escudo y cueva y huida, pero sin remedio. Pensar en que toda la belleza del universo no detendrá las ansias de sangre de tiranos sedientos que seguirán tiñendo de rojo las hojas, de rojo las casas, de rojo los cuerpos, de rojo la tierra, de rojo la memoria, borrando el verde y entonces ya no habrá qué proteger.
Las pantallas son explosiones, cenizas, caras de polvo y sangre, familias rotas, cuerpos incompletos, no de palestinos o israelíes, sino de personas. Se confunden, unidos por el miedo, el territorio, la humanidad. Se matan pero son los mismos. Y con sus muertes solo aumentará el terror. “Mataron a muchos comunistas, pero eso fue todo lo que consiguieron, porque el número de comunistas muertos no significaba nada, no cambiaba nada”, escribió Michael Herr en Despachos de guerra, hablando sobre Vietnam, pero también sobre todas las guerras, porque los cuerpos muertos son la propia creación de un enemigo al que le va dando forma el dolor, y no son jamás la erradicación de la violencia.
“El Gobierno de extrema derecha de Netanyahu no es capaz de preocuparse por la seguridad de Israel ni está dispuesto a hacerlo. Representa a reducidos grupos de interés y no al bien colectivo. Y la doctrina de una gestión militar discreta del conflicto con la que la extrema derecha ha justificado durante mucho tiempo su abandono de cualquier proceso político para poner fin a la ocupación acaba de derrumbarse ante nuestros ojos. Israel nunca estará seguro si depende solo de la fuerza y de los medios militares”, escribió la socióloga y escritora franco-israelí Eva Illouz. Y tiene razón. Porque estamos de acuerdo en que lo de Hamás es terrorismo, una masacre, una atrocidad que no representa la causa ni al pueblo palestino, pero también, como lo dijo Shlomo Ben Ami, era una bomba de relojería tras tantos años de sufrimiento palestino, de la expansión y el abuso de los colonos ante el silencio cómplice imperante, de la urgencia de una solución que reconozca los derechos de todos.
La violencia no será nunca la llave para la paz. Hoy están exterminando a Gaza, en donde viven encerrados más de dos millones de civiles pobres (también víctimas de Hamás, a quienes el Ministro de Defensa israelí llama “animales humanos”) que llevan dieciséis años padeciendo un bloqueo, en condiciones inhumanas. Decía una periodista de la BBC que “barrios enteros fueron aplanados” y que es lo peor que ha visto en veinte años cubriendo la zona. Hoy Israel bombardea campos de refugiados; la desproporcionalidad en su defensa es indescriptible y vulnera el derecho internacional. “La ley que nadie aplica decae. La sustituye la ley de la selva”, escribió el periodista Lluís Bassets. Netanyahu es un tirano fundamentalista sediento de sangre y poder frente al que llevan todo el año protestando gran parte de los israelíes en defensa de la democracia, la libertad y la vida, en nombre de un pueblo que ha sufrido lo indecible a lo largo de la historia y que no puede seguir siendo verdugo de otro. Dijo Yuval Noah Harari esta semana, condenando las atrocidades de Hamás, que los israelíes deben abandonar las conspiraciones populistas y las fantasías mesiánicas, y hacer un esfuerzo honesto para realizar los ideales fundacionales de la democracia en Israel y la paz en el exterior.
Es alarmante, además, la selectividad de los dolores por parte de la comunidad internacional. Este mismo fin de semana hubo alrededor de 3000 muertos en un terremoto en Afganistán que no dolió. Las noticias sobre los casi 120.000 habitantes de Nagorno Karabaj que tuvieron que dejarlo todo se esfumaron. Durante demasiados años han muerto civiles palestinos sin que nadie se escandalice. No hay dolor en la mirada desde el poder, solo cálculos políticos de gobernantes cómodos que están llevando al límite nuestra salud mental. Hasta cuándo.
Entretanto, intentar seguir reconociendo la belleza del mismo mundo que estalla, mientras estalla. Intentar imaginar un futuro, sabiendo que la sangre que derraman hoy niños y abuelos está solo asegurando el odio de las nuevas generaciones, sembrando la venganza que teñirá también de rojo ese futuro.
Intentar escribir porque justamente hoy hay sobre qué escribir, hoy sí que es importante escribir, pero, para qué escribir, sin ganas de escribir, con menos ganas de vivir, de escribir y vivir para el futuro rojo, el de la incapacidad o la falta de derecho a no matar. “El derecho del hombre a no matar. A no aprender a matar. No está escrito en ninguna de las constituciones existentes”, dijo Svetlana Alexiévich en Los muchachos de zinc.
Pensar en el dolor de todos. Todos sienten el mismo dolor. Ninguno eligió cómo o dónde nacer, y todos deben tener dónde vivir. Ningunos ojos miran igual y la clave humana está en la capacidad y la voluntad de imaginarse tras otros ojos. “Por muchas veces que pasase, los conociese o no, independientemente de lo que sintiese hacia ellos, de cómo hubieran muerto, su historia estaba siempre allí y era siempre la misma. Y decía «Ponte en mi lugar»”, escribió también Michael Herr.
Está difícil dormir. El jardín sigue afuera, expuesto. Me pregunto si lo sabe. Me pongo en su lugar, lo fumigo. Dejarlo sería dejarme. Escribo esta columna contemplando minuciosamente sus hojas verdes, temiendo el futuro rojo.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/