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Un asunto sin gracia

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Vas a un país en guerra. Te la juegas, eliges apoyar a uno de los países enfrentados. Al invadido, porque condenas la actitud del invasor y su juego criminal.

Vas, pues, allá, y llevas un mensaje de solidaridad y resistencia. Tomas partido, se lo haces saber a todo aquel que quiera escucharte, pero sigues siendo un civil.

Los países en guerra —o la guerra misma— sufren una extraña incoherencia: la vida sigue en ellos. Se abren las oficinas, los comercios, la gente va a trabajar, las personas salen de sus casas y hacen lo que manda el instinto: seguir viviendo.

Pasó aquí, en Medellín. En aquellos años de desangre y bombazos, en aquel terror de la guerra de mafiosos contra el estado y de mafiosos entre mafiosos, se salía a las calles, se iba a pasear, se seguía trabajando.

Pasó en Colombia, en aquellos años de masacres y secuestros —tal vez porque para algunos la guerra siempre estuvo lejos—, se hacían fiestas, se viajaba, se vivía intentando creer que todo estaba bien.

Pasa en Haití, donde el mundo parece haberse acabado y se instaló un laboratorio para el postapocalipsis donde mandan las bandas y el desorden y un pandillero se declaró rey, pero aun así la gente madruga a trabajar.

Se sobrevive.

¿Por qué no habría de pasar entonces en Ucrania? Vas, entonces, luego de tu viaje para entender qué ocurre, para brindar tu apoyo sin armas, pero comprometido; luego de pasar por Járkov y Donetsk y de haber conocido la historia del escritor Volodímir Vakulenko, quien antes de ser fusilado enterró sus diarios en el jardín de su casa, luego de todo eso, te detienes a comer. Pides cerveza, brindas y te ríes, porque la vida está en marcha, porque estás vivo, porque sí, pero entonces un misil Iskander (que no sé cómo es ni me importa) golpea el restaurante donde estás.

Hay ruido, caos, sangre, heridos, muertos… Trece personas, entre ellas tu amiga escritora, así la hayas conocido hace poco, aunque su muerte llegará seis días después.

Se enteran en tu país de lo ocurrido, aquel país violento y en guerra consigo mismo durante años del cual eres víctima. Hay titulares y voz a voz, corre por los medios y las redes sociales tu imagen, estás sucio y aún atribulado. Tal vez contrariado, intentando entender no ya lo que pasó, sino cómo es que sigues ahí, ileso, vivo.

Y viene entonces no lo peor, pero sí lo grotesco. Aquí, en Colombia, donde el humor negro nos ha ayudado en más de una ocasión a sobrellevar nuestras propias tragedias, esa foto se convierte en meme, en chiste sin gracia, en indolencia, en esa envidia tonta que raya con el rencor.

No hace falta compartir la visión del mundo del otro para entender cuando alguien es víctima. Pero parece que en este país donde la indolencia se ha vuelto costumbre, no hay espacio para la empatía cuando el que recibe el golpe nos molesta o desagrada. Hay ruindad en quienes creyeron que era gracioso —o quienes aún lo hacen— burlarse de Héctor Abad Faciolince.

También es que es costumbre en este país que nos tocó en suerte invertir la carga de las culpas y convertir a la víctima en responsable de su propia suerte: al asaltado, al secuestrado, al asesinado. No me pregunten el porqué, no tengo una respuesta para eso.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/

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