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La primera idea que quise dejar plasmada en mí fue la transformación. A mis dieciocho años desapareció una de mis mejores amigas, y digo desapareció porque se fue de la ciudad sin dejar rastro. Que la vida siguiera, para ambas en otras condiciones y sin poder contactarnos para conocer el estado de la otra, me hizo ver que lo que siempre había considerado estático y garantizado podía cambiar sin previo aviso. Como el amor por ella, que aunque hoy se siente en la misma intensidad, se parece más a un recuerdo.

La segunda idea que quedó en mí fue la forma en la que viven los lobos: las manadas dirigidas por un macho y una hembra, y un liderazgo que se traduce en mayor libertad para actuar. Ese es el anhelo para mi vida en un mundo desigual y contradictorio.

El año pasado quise guardar nueve ideas. Empecé plasmando a la diosa: la sensibilidad trascendente y la entrega del dolor a lo que no comprendemos. La diosa ha sido la meditación, la energía, la sinergia y el bienestar.

Seguí por el sol: que sale y se esconde, que ve nacer y ve morir, y que con su constancia marca el inicio de un nuevo día. Plasmé el sol para recordarme que a pesar de la pérdida la vida continúa –cálida, fuerte y constante–, y ese es el verdadero milagro.

La tercera idea que guardé ese año fue la luna, que no es más que la conexión con lo que soy y la aceptación de rasgos propios. Seguí con tres puntos simples: el encuentro como motor de las relaciones, la posibilidad siempre latente de empezar nuevos caminos, y los sueños como reflejo de la realidad.

Luego quise conservar lo luminoso: la luz de otros que suele convertirse en compañía, la luz de uno que suele transformarse en la decisión de cuidar la vida.

Seguí con la espiritualidad, que era también la consolidación de las ideas anteriores. Entenderme nuevamente como parte de un universo en el que mi pensamiento no era suficiente era y sigue siendo el lineamiento principal para la forma en la que, por lo menos hoy, quiero vivir mi vida: una en la que la meditación, dios –que es la entrega–, el movimiento y la espera son los motores.

Lo último que quise conservar ese año fue la hermandad, libre e incondicional, que es compañía y que se fundamenta en la profundidad y la confianza. Ese es el recordatorio de que en la pérdida también hay encuentro y que la amistad más profunda es el principal soporte.

En lo que va de este año he decidido conservar dos elementos: la gratitud por salir del dolor (que es también la reiteración de la transformación que antes anunciaba), y la importancia de la consciencia sobre lo que se ha perdido. Esas dos ideas, que podrían ser el fundamento de lo que hoy soy, constituyen a su vez el anhelo que me queda por estos días: vivir –con toda la carga que trae esa palabra– en presencia de lo vasto, del asombro, y de lo trascendente.

Espero siempre dejar que mi cuerpo cuente lo que mi alma ha sido.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/valentina-arango/

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