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Pablo Múnera

Soy cristiano, católico y ¡PIENSO!

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"La condición humana no se puede llevar en sano juicio: todos necesitamos una forma de embriaguez y de evasión de la razón y de la verdad, por demás tantas veces aburridas y aburridoras. Una de las más básicas, y quizá la más generalizada, es el mito, porque todos los seres humanos, sin excepción, creemos en ellos, aunque no los llamemos así. Y porque en todos convive, en mayor o menor medida, una mente premoderna, con una moderna y otra posmoderna."

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Este artículo tiene dos propósitos o si se quiere uno con dos caras. El primero es reivindicar la posibilidad de ser teo y pensar a la vez, incluso de pensar bien. El segundo, es invitar a los teos, y especialmente a los cristianos y católicos, a no evadir la reflexión sobre su fe, su creo y su religión.

Aunque por definición la fe es lo que está más allá de la razón y por tanto no se necesitarían sesudos procesos de racionalización para profesarla o desdeñarla, es necesario aunque sea un mínimo diálogo, incluso interno, entre la fe y la razón, para no caer ni en dogmatismo absurdos ni en intolerancias religiosas y a-teas, que tantas vidas le han costado a la humanidad.

Empecemos por convenir que quizá la posición racionalmente más sensata es la del agnóstico, cuyo fundamento es aceptar que lo trascendente es inaccesible a la comprensión humana y por tanto no se desgasta en convertir a nadie a una religión, incluyendo el ateísmo activista y militante, que termina convertido en otro credo.   

Estoy convencido de que creer o no creer es en mayor o menor medida un acto de fe, por lo cual nunca entro en discusiones sobre este tema, pero como vitalmente siempre me ha gustado escuchar a los que piensan diferente a mí, me he dado la oportunidad de consultar algunos textos y discusiones sobre la materia, que les comparto porque me han parecido interesantes en aras de enriquecer ese diálogo entre fe y la razón, necesario para no caer en sectarismos de ningún tipo ni desde ningún lado.

El diálogo epistolar En qué creen los que no creen entre el cardenal jesuita Carlo María Martini y Umberto Eco. El debate sobre la fe y la razón entre Jürgen Habermas y Jospeh Ratzinger (luego convertido en Benedicto XVI); el pulso entre el venerable filósofo Bertrand Rusell y el sacerdote jesuita Frederick Copleston, publicado en el libro Por qué no soy cristiano de Rusell, que también leí completo. La corta y hermosa novela San Manuel bueno, mártir de Miguel de Unamuno. El tratado sobre la tolerancia de Voltaire. La diatriba de Fernando Vallejo a la iglesia católica, titulada La puta de Babilonia. El Manual de ateología, escrito por 16 personalidades colombianas. Además de ensayos cortos sobre el tema y columnas de opinión, incluyendo la reciente de Jorge Gómez Pinilla, titulada, paradójicamente, Mi apostolado es contra la religión, la cual fue respondida días después por Federico Carrasquilla Muñoz. Recomendadas.

No los he leído para poner a prueba mi fe, que se ha fortalecido al leerlos y, sobre todo, con el “milagro” de cada instante de vida. Tampoco he intentado, nunca, “convertir” a nadie. Caso contrario, he sido objeto de hostigamientos y burlas a mi inteligencia, por parte de algunos amigos y conocidos ateos. Consideran que tengo una mente arcaica que le teme al pensamiento.  

Aunque la fe no necesita ninguna credencial desde la razón, me voy a permitir sustentar mi creencia, no sin antes aclarar, al tenor de Edgar Morin, que cualquier racionalidad que no contemple una dosis de irracionalidad es una racionalidad recortada. De ahí los tintes de ingenuidad, pedantería o ambas que hay en los que se creyeron el cuento del sapiens sapiens, sin reconocer al coexistente y necesario demens que todos tenemos; de los que le rinden culto a la libertad y por tanto sobredimensionan su efecto lógico, la virtud. La ciencia moderna está demostrando que los grados de libertad son ínfimos frente a lo que creemos, aunque, agrego, demasiados para lo que podemos manejar.

Por fin llegué a mi punto. La condición humana no se puede llevar en sano juicio: todos necesitamos una forma de embriaguez y de evasión de la razón y de la verdad, por demás tantas veces aburridas y aburridoras. Una de las más básicas, y quizá la más generalizada, es el mito, del cual la religión (y las religiones) es una de sus expresiones más arraigada. Pero todos los seres humanos, sin excepción, creemos en mitos, así no los llamemos así. Porque en todos convive, también sin excepción y en mayor o menor medida, una mente premoderna, con una moderna y otra posmoderna.

De modo que hay muchas otras formas de mito, de evasión, de embriaguez y de credos. La misma historia está llena de actos de fe, la ciencia, el comunismo, el liberalismo y, cada vez más, la tecnología, que deviene en tecnorreligión, con Silicon Valley como la nueva Meca de la humanidad. Y hay muchas, miles más de ficciones religiosas, aunque eludan esta etiqueta. Otros son más directos para evadir, esto es, para evadirse, y recurren al alcohol, a las drogas y a otro tipo de menjurjes. Opciones también respetables.   

En mi caso, y aunque tengo disciplina de partido con los ritos católicos, me tienen sin mayor cuidado la veracidad de casi todos ellos y los mitos que sostienen. Que la santísima trinidad, que si Jesús existió o no; que si fue Dios, hombre o ambos; que si la virgen fue tal cosa, que si tuvo más hijos, etc., etc. Por eso es que, sin negar la articulación y los nexos de causalidad, diferencio a Dios o a los dioses de las religiones, de las iglesias y de los creyentes. Es una cadena llena de incoherencias, pero no es un rasgo exclusivo del cristianismo ni del catolicismo. Lo tienen todas las religiones.  

Tampoco creo que la religión cristina y su vertiente católica, o aún la más específica romana, sea la única y la verdadera, como afirman muchos católicos. Si Dios existe, como creo, no puede ser tan mezquino de revelársele solo a una parte de la humanidad. También es soberbio, intolerante y desconsiderado el católico que cree tal cosa.

Mi cristianismo lo asumo de una manera simple: como la religión del amor: a uno mismo, al prójimo, a la naturaleza y a lo trascendente. Hasta aquí algunos dirían que esto no difiere de la espiritualidad a la que hoy tantos adhieren. Y sin duda, esto es lo más esencial. Pero también me permito ser católico, irracional si se quiere, pero mientras no moleste a nadie, intentando convertir o evangelizar a otros por lo mismo, ¿qué tiene de malo?

Si aún sigue convencido de que por ser cristiano y católico no pienso, respeto su fe.

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