“…planeamos viajes cuando ya son imposibles, como si intentásemos comprar tiempo aun sabiendo que el nuestro se ha agotado (…) y pensar que hay lugares que ya no volverás a ver nunca, que se cierran las posibilidades antes que los ojos.”
También esto pasará. Milena Busquets.
Cuando estaba chiquita tenía un cajón destinado a guardar dulces. Acudía a él para darme gustos. Acomodaba más atrás los más ricos, atesorándolos para ocasiones especiales, pero con frecuencia pasaba el tiempo y los encontraba derretidos, viejos, tesoros estropeados por la acumulación y la espera del futuro.
Mi mamá me repetía “el que guarda comida, guarda pesares”, así eso contrastara con el ejemplo de la mayoría de los adultos en cuanto al aplazamiento de cosas mucho más importantes. Con la intención de protegernos ante la incertidumbre, nos enseñan a dejarlo todo para después: las pasiones, los sueños, los viajes, el tiempo libre, el descanso, la lectura, el disfrute, el uso de las cosas más bonitas. Y habitualmente eso lleva a la espera de momentos que nunca llegan porque no está claro cuándo es suficiente. Desde niños empezamos a implementarlo en los actos más sencillos, como el de guardar los dulces más ricos para después tenerlos que tirar.
Usamos repetidamente la ropa que menos nos gusta y terminamos disfrutando al mínimo la favorita. Preferimos saberla sana y salva —exclusiva— dentro de un cajón. Y así gastamos también los días —la vida— en el trabajo que menos nos apasiona pero que más seguridad representa, porque algún día podremos gozar del dinero que se acumula en el banco y algún día haremos lo que soñamos.
Siempre, desde que soy consciente de entrar a esa rueda infernal de la producción, me ha atormentado pensar en un resto de mi historia dedicado a producir, a fijar en la mente la idea de que nunca es suficiente para mantener la tranquilidad y vivir los muchos años que se supone que debemos alcanzar, para sostener lo insostenible y perseguir lo impecable. “La idea de un ciclo natural de la vida ha desaparecido”, dice Nell Leyshon en El bosque.
Hay una profunda libertad en ir reconociendo y aceptando las propias renuncias: vivir por lo que a uno le importa, aferrarse a las imperfecciones. No me interesa pintarme las uñas, nunca me obsesionaré por conocer cada ingrediente de lo que como ni porque no se vean las canas, me niego a venerar una cuenta de banco intocable mientras envejezco pensando en lo que me llenaría de vida y felicidad pero que siempre es mejor posponer por si acaso.
Prefiero pies pelados y uñas partidas de correr por las mañanas y caminarme ciudades del mundo, que unos de princesa pulidos en horas muertas en salones de belleza dedicados a continuar las fachadas de la existencia; prefiero arrugas y canas hechas a pulso entre risas y llantos, que pieles estiradas en vidas dormidas y desfiguradas. Elijo usar mi cuerpo para viajar y sentir ahora que tengo fuerza, y no recordar con nostalgia los años en los que pudo ser cuando, con tiempo y recursos, prefiera quedarme en la cama.
No comulgo con aquello de vivir lo más posible sin vivir. Quiero tiempo libre hoy, leer hoy, salir a contemplar la naturaleza y oír los pájaros hoy, tomar vino hoy, así mañana sea desconocido —o tal vez por eso mismo. Quiero usar la vajilla bonita todos los días, ya no deseo guardar nada ni poseer aquello que use poco —¡que lo disfrute alguien más!—, sino aferrarme a los detalles, la posibilidad y la pasión en el presente.
No soporto los años cuidando una piel perfecta bajo el ala de un sombrero que me robe la energía del sol y reduzca mi paisaje, que no me permita buscar el cielo ni percibir su amplitud y su belleza, que disminuya la sensación y la emoción para evitar manchas y arrugas que cuenten mi historia. Prefiero que se note la vida, me niego a vivir a la sombra.
Pero implementar esa convicción no es fácil. Hay que aferrarse a los destellos de lucidez, a los instantes de conciencia de la unicidad de la existencia, de que lo único que se tiene con certeza es este segundo, porque llega de nuevo el terremoto del día a día, el discurso de las exigencias, la necesidad de extender certezas, y se vuelve a caer en el temor al mañana, en la corriente todopoderosa.
Se trata entonces de construir un futuro esperanzador sin que nos envuelva la bruma de un presente gobernado por el miedo. Tal vez debamos llevar el refrán que me repetía mi mamá a su nivel más profundo: “El que guarda la vida, existe en la sombra”.