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Ya he contado en columnas anteriores que mi hermanito tuvo un tumor cerebral cuando tenía nueve años. Conté cómo recibí la noticia en el colegio, y cómo a mis quince años me convencí a mí misma de que el compañero incondicional que me había regalado la vida se iba a morir.
Lo que no conté es que pasé casi todas las noches, mientras él estaba en el hospital, tirada en el piso de la ducha de mi casa llorando, maldiciendo, cerrando los ojos y pidiéndole a Dios- si existe- que me pasara el tumor a mí. No he contado que lo primero que pensaba todos los días era en si mi visión estaba bien, si tenía dolor de cabeza, si había indicios de que se había cumplido el milagro por el cual había pedido la noche anterior. De que la que me muriera fuera yo y no mi hermano.
No conté tampoco que aún me da dificultad llorar en público, porque cuando él estaba en el hospital, yo me aguantaba mis lágrimas. No podía dejar que mi familia me viera derrotada entonces, cuando estaban ocupados, decía que iba al baño; pedía el ascensor, bajaba un par de pisos, y entraba donde nadie que conociera pudiese reconocer que la que estaba llorando en uno de los cubículos era yo.
No he contado que mi mayor temor cuando me vine a vivir a Escocia fue que a mi hermano le diera cáncer otra vez. Que en el avión viniendo para Edimburgo, en vez de emoción sentí culpa, porque me había convencido de que mis papás iban a tener que ver a mi hermano morir sin yo estar presente. Para no estar tan devastada cuando me dieran la noticia, me convencí a mí misma de que a Jacobo le iba a dar otra vez cáncer. Esto no ha pasado.
No he contado que mi relación con la enfermedad es muy tóxica. Cuando me enfermo lo ignoro, obligo a mi cuerpo para que siga trabajando porque nada que me pudiera pasar a mí es peor que lo que le pasó a Jacobo. No le he dicho a nadie que cuando tengo tragos encima pienso en cuando a mi hermano le dio cáncer, y lloro. Que sobria puedo hablar de manera tranquila, pero que si no lo estoy, las mismas lágrimas vuelven a salir una y otra vez.
Eso fue lo que pasó cuando me enteré que mi primer profesor del colegio del que me gradué, Javi, tiene cáncer de pulmón. Fue mi primer profesor, cuando entré un año y medio después que mis compañeros. Había estado en otro colegio antes, donde compartía a una profesora con otros cuarenta y ocho compañeros. Pero Javi fue el primer profesor, el primer mentor que me reconoció entre la multitud, que tuvo la paciencia de explicarme despacio lo que no sabía, de abrazarme cuando lloraba y le decía que no tenía amigos. Javi me sacó de la transparencia en la que creía vivir, y eso me hizo sentir extraordinaria.
Javi se viralizó en el 2020 cuando su hijo publicó en Twitter un video suyo enseñándole a niños de 4 y 5 años a través de una pantalla. Y así como lo vió el resto del mundo, así es él. Como le dije esta semana por Whatsapp luego de enterarme de su enfermedad, el cáncer es lo más injusto que hay en la vida. Javi, como transmisor de vida que es, está grabando su experiencia en Tik Tok, y me contó sobre sus preocupaciones al ver los familiares de los otros pacientes que no tienen qué comer, las jornadas eternas de las enfermeras, y el dolor general de un hospital.
Le conté a Javi que cuando mi hermano estaba hospitalizado, en el piso de oncología pediátrica, vi cómo los padres de los niños sólo comían una vez al día, y eso porque el hospital les regalaba esta comida. Escuché cómo mi familia presenció la muerte de un bebé que habían transportado de Chocó. Me contaron que el padre corría gritando, y mi abuela, que es doctora, me dijo que muchas veces este shock lleva a que las personas se quiten la ropa o corran, intentando llegar lo más lejos posible del hospital donde murió su ser querido. Le conté sobre cómo me impactó ver la cabeza calva de un bebé con cáncer, y la fortaleza de sus padres, quienes se volvieron amigos de los míos.
Recordar lo que me enseñó el cáncer de mi hermano es demasiado doloroso, pero me hace preguntarme, ¿qué estoy haciendo? ¿Qué hago, en este momento para ayudarles a quienes por el azar infinito de la vida no tienen los mismos privilegios que yo? Cuando hago algo que va en contra de mi esencia, de mi naturaleza, ¿qué estoy haciendo? ¿Qué estoy haciendo cuando no aprovecho mi vida?
Y les quiero extender esta pregunta a ustedes, lectores de No apto. ¿Qué están haciendo con su vida? Si aman y les aman, ¿qué hacen para construir sobre eso? Si respiran, ¿qué hacen para que el aire sea más puro? ¿Cómo los ve su círculo de influencia? Si son empleadores, ¿cómo los ven sus empleados? Y si dan limosna, ¿se queda esta empatía en la moneda?
Si no estamos teniendo un impacto positivo en la vida de quienes nos rodean, ¿qué putas estamos haciendo? Si se perdieron en el ruido del mundo que habitamos, si olvidaron quiénes son, si se alejaron de las personas que aman, ¿qué están haciendo? ¿Por qué no asumen la felicidad natural que trae la vida? ¿Por qué nos complicamos tanto?
¿Por qué tiene que ser la enfermedad la que nos recuerda el valor que tiene nuestra existencia? ¿Por qué nos perdemos tan fácilmente en el mundo efímero de la política, las relaciones, el fútbol, los debates y la intelectualidad? ¿Cómo nos dejamos llegar hasta este punto? Les pregunto, lectores, ¿qué estamos haciendo? Es una pregunta seria, una pregunta que evoca todo tipo de existencialismos y que nos despoja de superficialidades. Una pregunta que si la tienen clara, su respuesta es simple.