Reirnos para no llorar

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Fue después de una risa, de una sátira o de algún cuento, cuando me di cuenta de que era a través de eso que me estaba protegiendo. No sabía que éramos muchos los que lo hacíamos. No sabía que leyendas de la comedia como Jim Carrey o Robin Williams hablaban de síntomas parecidos cuando entregaron sus mejores líneas, o movieron su cuerpo de las maneras más divertidas.

Aprendí que la comedia también era una forma de escapar del dolor escondido. El poder de las risas para ocultar quiénes somos es una habilidad asombrosa. Una habilidad en la que he decidido recaer demasiadas veces para evadir temas difíciles. La ironía y la exageración ocultan dónde nos paramos frente a la absurdo de la vida o los dolores que nos entrega. Premian a la audiencia y a nosotros mismos por decir mentiras, por depender en la inexactitud.

Me gusta mucho hacer reír a la gente. Desde que recuerdo, sobre todo en los temas políticos (en los que es más fácil encontrar lo absurdo), me gustaba jugar con la sátira. Exagerar cualquier posición. Concordar, señalando todas las locuras y las contradicciones de la ideología, con el último loco que estaba cogiendo fuerza en las acciones. Me gustaba remedar a Trump con sus vocales largas y pronunciadas, en su vocablo de niño de quinto grado, escupiendo odio hacia los inmigrantes en oraciones indescifrables.

El humor era para mí también una manera de entender lo incoherente del mundo. De cierta manera me ponía en los zapatos de los que no se reían, para los que no existía la sátira en esas locuras que se decían. El comediante, como bien se sabe, es el último que puede reírse.

También me encantan los cuentos graciosos. Las historias, como podemos ver en las taquillas de Hollywood, siempre son más exitosas si nos hacen reír. Tenemos una adicción a las risas. Puede ser en la burla de los estereotipos, o en los insultos creativos, o en los roles reversos, o hasta en la mala comedia que hiere en vez de construir. Las risas pueden ser en costumbres específicas que juramos que solo son nuestras, en hábitos soeces pero humanos. Nos gusta que señalen lo absurdo de nosotros mismos, lo que creíamos único. Nos gusta, creo, reírnos de nosotros mismos.

¿Cuándo debemos invitar risas a las conversaciones serias? He perdido, algunas veces, la capacidad de la sinceridad por perseguir ese escape fácil. No he podido entregar mi corazón entero porque me es más fácil dar una risa. Siempre he creído en el poder de reírnos de nosotros mismos, un imperativo para luchar contra los peligros del ego. Pero, ¿cuándo debemos dejar de reír y tomarnos en serio nuestros propios dolores? ¿Nuestros propios absurdos?

Yo todavía creo que en toda conversación caben las risas, las imitaciones. Cabe la burla propia y la sátira. Pero creo que es el día en que los comediantes pierden la capacidad de detener las risas, donde el dolor se oculta tanto que se convierte en parte del ser humano.

Como hay que saber reír, también hay que saber parar. Como todos los buenos consejos en la vida, dos máximos que siempre he tenido, el de “siempre reírnos de nosotros mismos” y el de “no tomarnos la vida muy en serio”, hoy también creo en predicar un balance para los dos. Seguir riéndonos siempre, pero también invitando a nuestras vidas lo opuesto de la sátira: el retrato honesto. A mi vida.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/

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