Que mis tetas no sean objeto de debate público

Que mis tetas no sean objeto de debate público

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Cuando tenía 19 años, estudiaba derecho en una reconocida universidad de Medellín. Era una de las mejores estudiantes, salía sin parar con mis amigos de adolescencia y era plancha como una tabla (estas palabras me las decían mucho). Me moría de ganas por operarme, así como lo hacían todas las que estaban a mi alrededor, pero mis papás, con justa razón, siempre se negaron a financiar tan innecesaria empresa.

Un semestre, por mis excelentes notas fui becada por la universidad, así que la próxima matrícula me saldría gratis. Mi papá y mi mamá, como recompensa por mi esfuerzo me regalaron el equivalente en dinero, lo que ellos no se esperaban era que, con mis ganas desbordadas de “no parecer un hombre” (palabras que también me decían mucho), ese dinero iba a terminar en la cuenta de un cirujano plástico, y unas semanas después yo me recuperaría de una mamoplastia de aumento.

Yo no era una “niñita inocente”, por el contrario, era una joven con mucho criterio. Estudiaba, leía y me interesaba por lo político y lo social más que el promedio de mis amigos y amigas de la época. Defendía mis posturas abiertamente con una voz que había venido construyendo, identificaba fácilmente el daño que le hacía el narcotráfico a nuestro entorno y las líneas entre lo bueno y lo malo según los condicionamientos éticos de mi contexto. Y así y todo, fui y me hice abrir el cuerpo para meterme dos pedazos de plástico que lo hicieran parecer diferente.

Juzgar lo que hizo Manuela a sus 19 años con lo que es hoy Manuela a sus 36 es muy fácil y, además, muy injusto. Si hoy estuviera en esa misma situación con lo que soy, sé y en lo que creo hoy, por supuesto no me operaría. Pero la cirugía ya está hecha, no hay nada qué hacer.

Viéndolo con retrovisor, mi decisión fue altamente influenciada por un contexto donde todas debíamos seguir unos patrones estéticos: ser flacas, tener una cintura pequeña y por supuesto unas tetas que se notaran. En Medellín, ser bonita ha sido siempre una gran presión para las mujeres. No se trataba de parecer una “prepago”, se trataba de ser armónica, o por lo menos eso pensaba.

Nunca pensé en el daño que le hacía a mi cuerpo, ni en que caía en un prototipo de mujer propia del narcotráfico, o que lo que estaba haciendo era pretendiendo agradar al sexo masculino. Y aunque todo eso era verdad, nunca lo hice consciente y, al contrario, cuando mis papás me preguntaron la razón de mi decisión, mi respuesta contundente fue: porque es mi cuerpo y tengo el derecho de decidir sobre él.

Pasaron muchos años y sigo con mis prótesis. No estoy orgullosa, tampoco me avergüenzo. Hacen parte de mi historia y de mi cuerpo.

Y entonces ahora surge toda una polémica sobre las explantaciones mamarias. Y como siempre, se llenan las redes sociales de famosas e influencers mostrando cómo se han sacado sus prótesis, subiendo fotos de las mismas, escribiendo sobre el daño que se le hace a su cuerpo, y diciendo que si de verdad queremos y honramos nuestro cuerpo hay que deshacernos de ellas. Otras (y otros) diciendo que una mujer que hoy se haga llamar feminista no puede tener ese tipo de intervenciones, que es contradictorio con su mensaje, y cientos de titulares que satanizan las mamoplastias de aumento, como una estampida, como el discurso de moda.

Seguro que mucha de esa información es cierta, que un objeto extraño en nuestro interior no puede ser bueno para el mismo, que la modificación de nuestro cuerpo por cumplir prototipos de belleza impuestos desde el machismo no es coherente con la emancipación del cuerpo femenino. Es cierto, no lo discuto. Pero no es posible que la presión y la carga sobre el cómo se ven nuestros cuerpos sea siempre para nosotras.

Hoy entonces para poder ser una “correcta mujer empoderada” tengo que salir a conseguir dinero (mucho, además) para sacarme mis prótesis, así me gusten, así me sienta cómodas con ellas, porque si no, no soy más que una pobre mujer que solo pretende agradar. Hoy tengo la carga entonces de someterme a otra cirugía, de volver a modificar mi cuerpo, de tener nuevas cicatrices. Una nueva carga, que, créanlo o no, ya está rondando la cabeza de muchas mujeres que nos operamos por allá a inicios de los 2000.

Me niego. Me niego a aceptar que el cómo se debe ver mi cuerpo sea siempre objeto de discusión pública. Que se explanten las que quieran (y puedan), y las que no, pues que no lo hagan. Que cada una decida cómo se quiere ver, que no recibamos presiones externas y que nuestras tetas no sean objeto de debate público.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/manuela-restrepo/

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