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Puuu, puuu, puuu… puuu, puuu, puuu. El sonido empezaba al anochecer y se mantenía justo hasta antes de la claridad. Era un sonido no muy agudo, tirando más bien a grave; con tres características: alto, repetido y constante.  Ese pitido se apoderó de las noches y desplazó la tranquilidad del vecindario.

La alarma de un carro. La puerta de un edificio. Una máquina de diálisis. Nada. Otra noche y de nuevo: puuu, puuu, puuu. Una tras otra. Desesperación. Al tercer día, una vecina pregunta en el chat que si también sentimos ese sonido o que si es solo ella la que se está enloqueciendo. Yo, incapaz de dormir otra noche así, salí a caminar con los perros con el propósito de encontrar la fuente del sonido. Me vi hablando con porteros, exigiendo el derecho a la tranquilidad (si es que existe); exigí que se nos permitiera dormir. Pero solo en la imaginación, porque a la única que encontré fue a otra vecina en un balcón del quinto piso del edificio que parecía emitir la disonancia.

Le pregunté, desde la acera, si sentía los pitos; me respondió, desde allá, más angustiada que yo, que ese sonido la estaba enloqueciendo. Entonces la revelación: ¿de qué es esa alarma? No, es un pájaro. ¡Imposible! Es un sonido industrial, como mecánico. Insistió: es un pájaro, y hemos hecho de todo por desterrarlo; ¡échele los perros!

La desolación. Ni los perros ni yo estábamos dispuestos a dañar al pájaro y la palabra “desterrarlo” retumbó por perfecta: parece que el animal es rastrero y prefiere los jardines espesos a los árboles. Los vecinos, insomnes, trataron de eliminar al pájaro. Éste, empecinado, no se dejó.

Volvimos a la casa con la noticia. Los perros dieron las vueltas de costumbre sobre la cama y a dormir. Yo, a pensar en el pájaro mientras el cansancio me empujaba a rendirme. Le escribí a la autoridad ambiental pidiendo que nos ayudaran con el doble propósito: salvar al animal y recuperar nuestro sueño. Ni respuesta más allá de los formatos, ni acción.

Puuu, puuu, puuu. Desespero. Solidaridad. Investigación. Desolación. Duda. El pájaro dejó de sonar; ¿será que de verdad lo desterraron? Las noches volvieron a cierta calma, pero ahora la incertidumbre se anticipa al sueño. Y así es la vida. Parece que nos acostumbramos tanto al conflicto, a vivir a la defensiva, a resolver lo urgente, que cuando la calma empieza a atisbarse, desconfiamos.

Que todo esté bien parece irreal, imposible. Buscamos otros pájaros, otras fuentes de intranquilidad, que de alguna forma nos permitan justificar las pocas maneras que conocemos para relacionarnos. Crecimos desde el temor, desde la duda y la turbulencia. Aprender a confiar en el amor sereno; a creer en la buena fe propia y de otros, parece ser un reto más difícil.

El pájaro no se fue. Se ubicó en la otra esquina. Como los miedos, no desaparecen del todo; solo que aprendemos a identificarlos desde lejos. No extrañar los pájaros rastreros y comprender que la calma también merece espacio y goce: ese es el aprendizaje.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/

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