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“En la isla a veces habitada de lo que somos, hay noches, mañanas y madrugadas en las que no necesitamos morir.
Entonces sabemos todo lo que fue y será.
El mundo aparece explicado definitivamente y nos invade una gran serenidad, y se dicen las palabras que la significan.
Levantamos un puñado de tierra y lo apretamos entre las manos. Con dulzura.
Ahí se encierra toda la verdad soportable: el contorno, el deseo y los límites.
Podemos decir entonces que somos libres, con la paz y la sonrisa de quien se reconoce y viajó infatigable alrededor del mundo, porque mordió el alma hasta sus huesos.
Liberemos lentamente la tierra donde ocurren milagros como el agua, la piedra y la raíz.
Cada uno de nosotros es de momento la vida.
Que eso nos baste.”
En la isla a veces habitada. José Saramago.
Es liberador saber que no somos los mismos de ayer. Dice Olga Merino en Cinco inviernos que “la vida es un continuo arrojar dados al aire” y que “todos somos un simulacro”. Así lo va comprobando uno a medida que acaricia más profundamente esa adultez que alguna vez pareció tan lejana, acumulando experimentos que son el testimonio tanto de lo vivido, como de la acelerada disminución de probabilidades de futuros distintos. Celebré mis 38 años el 19 de octubre, mirando de reojo la alarmante certeza de que la vida pasa, que se llega demasiado pronto a donde otros decían que se llegaría y que, así uno se reúse, se multiplican e intensifican los miedos, haciendo que se cargue cuidadosamente la existencia para no romperla, pues ya se sabe tanto más sobre su fragilidad.
Hoy le hago un homenaje al cambio, a esa transformación permanente y liberadora que nos sacude y que no es sino la muestra de la maravilla de estar vivos, de la posibilidad de ser otros y seguir siendo los mismos. “El mundo propio se lo va haciendo alguien contra viento y marea. La única forma de ser original, dice Stendhal, es ser uno mismo. Un uno mismo obstinado, pero a la vez humilde, y observador, porque el narcisista no ve con amor ni atención nada que esté fuera de él, y por lo tanto no recibe el alimento de lo real y el temblor de la emoción, que son la savia vigorosa del arte”, dice Antonio Muñoz Molina.
Esta semana leí una frase tan simple como “lo compré en Jerusalén, en la Puerta de Damasco…” y pensé en nuestra compresión del mundo según lo que hemos vivido. Se dibujó en mi mente esa puerta, el sitio exacto en que la observé acalorada, la manera en la que, extenuada y absorta, la crucé tantas veces, con la convicción de caminar esa ciudad hasta que se me pelaran los pies. Recordé que he mordido el alma hasta los huesos, como dice el poema de Saramago que abre esta columna y que me regaló de cumpleaños Sonia, esa amiga con la que me crucé en España y que se quedó para siempre. Todo eso es la vida.
Leía también hace poco que la semilla del premio Nobel de Física que ganó un hombre la sembró su pasión por observar las estrellas cuando era niño. Y creo que vivir es justo eso: sentir un impulso irrefrenable por dentro en algún momento, una especie de llamado a la belleza en alguna de sus infinitas formas, y saber que hay que ir en esa dirección, así no se tenga idea del destino ni de las trampas de la ruta; saber que no se está dispuesto a renunciar a aquello que multiplica el propio sentido y que permite mirarlo con los lentes de la sorpresa permanente. “Que la tierra fue creada redonda para que no podamos ver el final del camino”, dice Denys Finch Hatton en Memorias de África, y es eso lo que compartimos todos, lo más alucinante y aterrador de estar vivo: no saber lo que viene, pero estar dispuestos a ello.
Hace unos meses imaginaba cómo sería vivir en esa casa en el campo con la que llevaba tanto tiempo soñando, y ahora ya hace meses la siento como mi normalidad, aunque me brilla cada día en la mirada, pues fue la normalidad que intenté conquistar. Eso somos: cambio y costumbre permanentes, soñar para sentir y volver a soñar. Era largo el poema de Saramago para incluirlo completo al empezar esta columna, pero no pude evitarlo. Quería celebrar la existencia y esas letras preciosas contienen la esencia de lo que para mí la enaltece: el dolor que calmamos, la belleza, el milagro de la naturaleza, viajar y morder el alma hasta los huesos, la vida que somos hoy.
“Viajar y perder países, perderlos todos viajando en los trenes iluminados del mundo nocturno, ser extranjero siempre”, dice Enrique Vila-Matas.
Que eso nos baste.