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Hace 30 años, Medellín caía por el abismo de la violencia desatada por el narcotráfico. Los combos de sicarios de la mafia se integraban por jóvenes que desde los 12 años empuñaban armas y se dedicaban a “vivir del índice”. Ante la absoluta incapacidad de un Estado que no les ofrecía oportunidades y que solo los visitaba con uniforme militar, el opulento “proyecto de vida” del narcotráfico se impuso en la mente de miles de jóvenes que quedaban condenados a elegir esa forma de muerte, como le llama Gilmer Mesa.

Y entonces, en el momento más oscuro de esa historia dolorosa, empezaron a surgir pequeñas chispas de esperanza en medio de los barrios y comunas más violentados de la ciudad; sus gentes se organizaron y respondieron a la violencia y al terror con arte, cultura y convivencia, y cuando los grupos trazaban fronteras invisibles, la comunidad entera se volcaba a la calle a hacer festivales con música, teatro y ollas de sancocho comunitarias.

El resultado de este proceso fue el nacimiento de múltiples organizaciones sociales y comunitarias, colectivos culturales y grupos de ciudadanía que reconstruyeron el tejido social que la violencia había roto, y que se volvieron ventanas de educación, cultura y paz por las que la ciudad vio un futuro mejor, en las que sus jóvenes encontraron por primera vez una alternativa de esperanza.

Cuando la ciudad por fin entendió que debía unir esfuerzos para salir adelante, estas organizaciones fueron articuladoras del diálogo social que convocó a personas muy diferentes a trabajar con un propósito común: reconstruir a Medellín. En palabras de Jorge Melguizo:

“Los años 90 fueron los de las alianzas de todos los sectores de la sociedad, independientemente de ideologías y filiación política. Fueron años en los que asumimos el desafío colectivo de construir salidas colectivas para enfrentarnos a nuestros propios fracasos como sociedad y como ciudad. Es decir, nos enfrentamos colectivamente a nuestros fracasos colectivos. Y nos sentamos a conversar, colectivamente, no a pesar de nuestras diferencias sino a partir de nuestras diferencias.”

Aun cuando la herencia dolorosa de la violencia persiste por sus profundas raíces, el camino recorrido tuvo logros reconocidos en todo el mundo, como la reducción en un 96.3% de la tasa de homicidios entre 1991 y 2021, que convirtieron a Medellín en referente para ciudades de Latinoamérica que sufren fenómenos similares.

Por esta historia y este legado resultó indignante la actuación del alcalde de Medellín en días anteriores, cuando exigió a Picacho con Futuro –una de esas organizaciones comunitarias históricas– que entregara su sede social concedida hace 35 años por la alcaldía, y que se ha convertido en un espacio de construcción de procesos comunitarios y de tejido social en la Comuna 6 de Medellín.

El proceder mezquino del alcalde indigna porque trata en forma miserable a una organización que le ha dado mucho a la ciudad, y porque desconoce con su actuar la historia de Medellín y el tejido social que organizaciones como Picacho han construido durante más de 30 años. A los corruptos como Quintero les resultan incómodas las voces de comunidades organizadas, formadas y críticas que exigen intervenciones de calidad en sus territorios, les estorba el tejido social porque les impide negociar y tranzar con facilidad a los “líderes” de los barrios, una práctica que Quintero ha tratado de imponer en la ciudad, sustituyendo las intervenciones y proyectos urbanos en las comunas, por relaciones clientelistas con caciques barriales que manejan amplias nóminas de contratistas.

A la crisis de los colegios, de la salud, de EPM, de Buen Comienzo, del PAE, de la cultura, del INDER y más, se suma otra crisis desatada por esta alcaldía: la de las organizaciones sociales y comunitarias, maltratadas y pisoteadas por el alcalde. Así es como Quintero se ha propuesto destruir en 4 años el tejido social de la ciudad que fue construido durante 30 años. No pasará.

Su actuación miserable con Picacho con Futuro desencadenó una ola de indignación y solidaridad con la corporación que lo obligó a retractarse rápidamente, alegando que habían incumplido el contrato de comodato y que esa era la razón por la cual les habían exigido el inmueble, en una evidente leguleyada revanchista contra una corporación que ha sido crítica de su administración.

Basta escuchar a los voceros de Picacho para dimensionar lo absurdo de los argumentos del alcalde, con los que trata de justificar su actuar arbitrario: el presunto incumplimiento consiste en la iniciativa de la corporación de organizar un café y un ropero comunitarios, operados por jóvenes y por madres, que se suman a los múltiples procesos comunitarios de Picacho y que, a la par de dar empleo y nuevos conocimientos en quienes los operan, generan fondos para solventar los gastos de la corporación, que no ha sido tenida en cuenta por esta alcaldía para proyectos sociales con los que puede financiarse.

Luego la alcaldía pretende quitarle la sede social a una organización comunitaria, por iniciar procesos que generan empleos y aprendizaje en madres y jóvenes de la comuna, dinamizando la economía local y materializando su vocación de construcción de oportunidades. ¿A qué alcalde se le pasa por la cabeza sacar a las malas a una corporación con semejante recorrido y que solo está haciendo su trabajo, alegando que el contrato de comodato no permite que se realice actividad económica en la sede? No señor Quintero, es el papel el que debe adecuarse a la realidad y no al revés.

En los años 90 la ciudad se organizó para resistir a la violencia. Muchas veces sin el Estado, a pesar del Estado o, incluso, contra el Estado. 35 años después, la comunidad vuelve a organizarse para defender sus procesos sociales y crear oportunidades; sin Quintero, a pesar de Quintero, o contra Quintero. Los alcaldes se van, pero los procesos quedan, y Quintero se irá por la puerta de atrás, y será recordado por su intrascendencia, su mezquindad y su corrupción. Escuche bien alcalde, la ciudad al unísono de dice con fuerza: Picacho se queda.

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