Cuando Gustavo Petro ganó la presidencia, creí que, para consolidar la viabilidad de la izquierda en el tiempo y fortalecer su vocación de poder en el escenario político, bastaba con que él no amenazara ciertos intereses y promoviera reformas que avanzaran en derechos sociales y económicos sin comprometer la estabilidad del Estado ni los sistemas que sustentan los derechos adquiridos y por ampliar.
No era tan difícil: si Petro actuaba con inteligencia, podía conectar con la élite y el establecimiento, sirviendo como puente entre sus electores —distantes de estos sectores— para fomentar una coexistencia pacífica entre dos visiones y realidades distintas, sin que ninguna prevaleciera sobre la otra. Al mismo tiempo, podía mantener un discurso que reivindicara a quienes lo apoyaron y promover una agenda progresista, consciente de que su presidencia era el primer paso hacia la consolidación de una izquierda democrática que avanzara sin fracturar y uniera en lugar de dividir.
No fue así. Petro llegó con ínfulas adanistas a refundar todo lo que pudiera, de cero si era preciso, desconociendo el camino recorrido por el país en muchos aspectos sociales y económicos, y pasando por encima de lo logrado con tal de imponer su agenda y su visión de suma cero. Se presentó, rápidamente, como un presidente autoritario, irresponsable, ausente, abstracto y con rabia.
Petro fue irresponsable con los sistemas de salud y pensional, presentando reformas que empujaron el primero a una crisis de la que apenas estamos viendo los inicios, y al segundo a una insostenibilidad financiera a largo plazo que deberá ser atendida por gobiernos posteriores. Además, la seguridad, las relaciones internacionales y el manejo financiero del Estado han sido un desastre. Sólo por poner algunos ejemplos concretos, habría que decir que el control territorial de los grupos armados creció, las agendas de encuentro con otros países fueron incumplidas o no lograron resultados concretos, y el “amague” a la regla fiscal llevará a una irresponsabilidad en el gasto público sin precedentes.
Ahora bien, de derechos individuales y colectivos ni hablemos: nombró Gestor de Paz a un violador de niñas -Hernán Giraldo- y como jefe de gabineta a un opositor acérrimo de los derechos de la población Lgtbiq+ -Alfredo Saade-, mandando un mensaje claro: justificar a los violentos por encima de la vulneración de derechos de los niños y niñas, y beneficiar a sus aliados así pisoteen la dignidad de las minorías.
La izquierda tuvo en su primer presidente a alguien ególatra, ineficiente y ultraconservador, que creyó que con discursos de plaza gestionaba los problemas del país, que no rompió con los peores clanes políticos, con los que hizo pactos de estabilidad clientelar para gobernar y que tiró al traste lo que alguna vez fue la posibilidad de una alternativa, sobre todo después del gobierno débil de Iván Duque.
Ahora bien, las probabilidades de que elija un sucesor son, cada día, más bajas, aunque la derecha nos quiera meter ese miedo. Afortunadamente es así, porque su proyecto lo único que intentó fue erigir un caudillo, una visión megalómana, un realismo mágico, o trágico, de alguien fuera de sí que se consideraba el personaje de un libro famoso mientras la realidad escribía otra historia que él no supo leer.
A futuro, y en gran parte por culpa de Petro, la izquierda democrática en Colombia está en jaque.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/daniel-yepes-naranjo/