Para la guerra, nada

En el Pacífico colombiano, el agua nunca se detiene. Cae del cielo con constancia, se filtra en la tierra, se mezcla con el río y desemboca en el mar. No es solo lluvia: es un pulso que sostiene la vida y al mismo tiempo, un espejo de la persistencia de la violencia. Arrastra caminos y cultivos, dispersa las huellas de la guerra, pero no las borra.

Hace poco estuve en el Chocó, en el marco de una investigación sobre educación en contextos de emergencia. Quería entender lo que las cifras no muestran. En cada recorrido sentí admiración por la fortaleza de las comunidades, indignación por el abandono institucional y asombro por la belleza que sobrevive entre selva y ríos.

Entre enero y mayo de 2025, la Oficina de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA) reportó un aumento del 128 % en desplazamientos masivos respecto al mismo período de 2024: más de 68.200 personas desplazadas y 91.000 confinadas. En la subregión de San Juan, un paro armado del ELN provocó 3.600 desplazamientos y más de 12.000 confinamientos. Varias escuelas fueron atacadas o utilizadas por grupos armados, dejando a cientos de niños sin un lugar seguro donde aprender.

En Riosucio, Bajo Atrato, encontré una escuela que ha sido atacada tres veces y, contra toda lógica, sigue abierta. No es solo una casa de madera con techo de zinc y pupitres envejecidos: es el corazón de la comunidad, el único espacio donde la gente se reúne sin miedo. Allí se recibe a familias desplazadas, se organiza la entrega de alimentos y se acuerdan rutas seguras. Cuando las ráfagas interrumpen las clases, las maestras cierran las ventanas, abrazan a los niños y esperan a que cesen los disparos, convencidas que: “en medio del conflicto, la escuela sostiene a toda la comunidad”.

En cada visita confirmé que las mujeres son el pilar de la vida en el Chocó. Acompañan a los niños a la escuela, gestionan la ayuda humanitaria y preservan la memoria del territorio. Aunque muchas veces son blanco de ataques, sostienen el tejido social cuando todo amenaza con romperse. Su liderazgo diario mantiene viva la resistencia, mientras gran parte del Estado parece ausente.

Mientras ellas resisten, el Estado reporta avances que no se sienten en el territorio: 570.000 hectáreas adjudicadas en la reforma agraria y más del 84 % de excombatientes activos en procesos de reintegración, según cifras de 2025. Sin embargo, esas cifras no se traducen en seguridad ni dignidad: las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo se acumulan sin respuesta, los esquemas de protección colapsan y en muchos caseríos la autoridad real sigue en manos de grupos armados. Este abismo entre el discurso oficial y la vida cotidiana subraya la urgencia de fortalecer la presencia estatal y atender las voces locales.

En el Pacífico, la paz no se mide en discursos ni en informes, sino en gestos concretos: que un niño cruce el río sin temor; que una mujer salga a pescar y regrese sana a su hogar; que un campesino venda su cacao sin pagar “peajes” a las estructuras armadas. Aquí, la paz solo existe cuando se vive en lo cotidiano.

Al salir de Riosucio comprendí que la escuela es el corazón que late en el centro de la comunidad. Allí la vida se organiza, la niñez encuentra un respiro, y aunque la guerra esté cerca, se abre un espacio para aprender, jugar y soñar. No se trata de romantizar la resistencia: este corazón, sostenido día a día por las mujeres y la comunidad, no puede seguir cubriendo lo que debería garantizar el Estado. En el Pacífico, como los ríos que recorren la selva, la paz necesita fluir con fuerza propia, no puede depender solo de quienes resisten, sino del compromiso real de un país que deje de observar desde la distancia y actúe donde más se necesita. Caminando hacia la panga que nos llevaría a un caserío cercano, escuché la canción de La Cantora Martha Gómez: “Para la guerra, nada”. No podría estar más de acuerdo.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-carlos-ramirez/

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