Palacio sin justicia

Mañana se cumplen 40 años de la toma y retoma del Palacio de Justicia. Fueron cerca de 30 horas en las que los colombianos vieron el horror de la guerra. Treinta horas, hace cuarenta años, que siguen representando una herida abierta en nuestro país. Un acto demencial disfrazado de ideología y una respuesta desproporcionada para intentar recuperar el control de la situación.

En Colombia nos cuesta llamar las cosas por su nombre. A veces por miedo. Otras por conveniencia. Pero hay que decirlo con claridad: lo que hizo el M-19 aquel 6 de noviembre de 1985 fue una locura demencial. No hay “causa revolucionaria” que justifique secuestrar una Corte Suprema de Justicia, tomar como rehenes a civiles y magistrados, y desatar una masacre. Fue un acto criminal, temerario y profundamente antidemocrático, que terminó con la vida de casi un centenar de personas, incluyendo a quienes simbolizaban el poder judicial de un país ya fracturado, que sufría a diario el desgarramiento social y la escalada de violencia producto del narcotráfico.

Pero también es necesario decir que la reacción del Estado perdió toda proporción. El operativo de retoma —desordenado, violento, sin protocolos ni respeto por la vida y por el derecho— terminó siendo un pecado estatal. Soldados disparando tanques contra su propia casa de justicia, cuerpos desaparecidos, sobrevivientes ejecutados. Esa no debió ser la magnitud de la respuesta del Estado.

Dicho lo anterior, lo que creo realmente desolador es que hoy, 40 años después, aún haya quienes intenten romantizar la toma del Palacio. Que desde ciertos sectores aún se insista en verla como una “hazaña” o una forma legítima de lucha social es inadmisible. Como si asesinar jueces y aniquilar instituciones fuera parte del «costo histórico» de construir país. No. No fue heroísmo ni revolución. Fue terrorismo con disfraz de “una causa”. Y ese romanticismo que busca rescribir la historia convirtiendo a las víctimas en daños colaterales y a los victimarios en mártires, solo ensucia más la memoria de quienes, injustamente, perdieron su vida por cuenta de los horrores y la inhumanidad de los guerrilleros del M-19.

Por el otro lado, tampoco podemos aceptar la desproporcionalidad del Estado en la retoma, donde participaron más de mil militares para combatir a 35 guerrilleros, quienes ignoraron los llamados y ruegos desesperados que hacía, por ejemplo, el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Alfonso Reyes Echandía, por un cese al fuego. Sin duda, el orden debía ser restablecido y el ejercicio de la fuerza pública era necesario, pero no con la improvisación e irracionalidad que dejó esta “operación”.

La conmemoración de los 40 años de este holocausto debe recordarnos una lección irrefutable, pero que al parecer no hemos podido o querido aprender, y es que no hay violencia que se justifique. Menos aún, que no se puede romantizar la violencia como una posibilidad ideológica. Ya es hora de que, en Colombia y en América Latina se supere esa falsa novela de la revolución como forma de progreso y se deje de romantizar la violencia como un medio necesario para “un fin superior”. Si eso no ocurre, esta tragedia que conmemoramos con dolor habrá sido en vano. Si eso no ocurre, estaremos condenados a vivir en un palacio sin justicia.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/andres-jimenez/

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