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Una parte esencial de la vida son los objetos que nos rodean. No únicamente por su valor material o sentimental, sino por las historias que cuentan. Desde muy pequeña el orden era fundamental para mí porque me parecía que cada cosa debía tener un lugar importante, destacado y preciso. En un tiempo, los juguetes fueron los amos y dueños de esa manía. Me gustaba más jugar a desplegar todo lo que tenía para las barbies —casa, comedor, clóset, supermercado— y luego volverlo a guardar, que jugar con ellas. Esa especie de ciudad que construía para ellas era mi mundo, uno pequeño, pero controlado y seguro. De todos los juguetes de mi infancia, las barbies con su vestimenta y una casa rodante fueron los únicos que guardé. Las conservo en una caja hermética en lo que llamamos cuarto útil, que a mí me parece inútil porque sólo nos invita a acumular sinsentido.

Después fueron los libros. Iba con mi papá los sábados en la mañana a la librería y nos pasábamos horas escogiendo. Luego llegaba a la casa a devorarlos, los leía una y otra vez hasta que me aprendía muchos párrafos de memoria. Los libros eran —son— entrar a otros mundos. Infinitos, palpables, únicos, emocionantes.

Hace un par de años, mi memoria empezó a recordar uno en particular que leía en la biblioteca del colegio. Sólo sabía que se trataba de una niña que se iba de compras con su mamá. El recuerdo se convirtió en obsesión hasta que un día llamé a una amiga y le dije: “Acompáñame al colegio a ver si ese libro todavía está”. Fuimos y ahí estaba. Mi emoción fue tanta y tan evidente, como un arqueólogo cuando descubre un objeto de una civilización antigua o los restos de algún ser humano milenario, que la bibliotecaria del colegio, sorprendida por mi cariño a ese libro, me lo regaló. Lo que siento por él supera cualquier explicación. Es simplemente la prueba, innegable, de que las cosas que creemos insignificantes en algún momento pueden ser la definición de lo que somos después. Martita va de compras fue mi amiga en la infancia, un refugio, una forma de empezar a descubrir el mundo, mi primer recuerdo del éxtasis de leer.

Hoy no soy muy apegada a los libros. El año pasado doné 120 a la Red de Bibliotecas Populares de Medellín, porque me parecía injusto que nadie fuera a leerlos. Sin embargo, en mi biblioteca hay tesoros a los que me aferro y que representan una parte de mi vida: Obras completas de Borges, firmado por el autor para mi abuelo una vez que vino a Medellín. Ese libro, que tiene un lugar privilegiado en mi biblioteca, es una forma de mantener presente a mi abuelo y su amor por la lectura que, sin duda, heredé. El diablo de los números de Hans Magnus Enzensberger, el libro que validó mi rechazo a las matemáticas y me hizo sentir que no era un bicho raro. Los siete libros de la saga Harry Potter que me acompañaron a crecer, a leer asiduamente, con disciplina y fascinación. A la señora Rowling le debo mi vida. Cada uno de esos siete objetos contiene etapas de mi infancia y adolescencia que, al recordarlas, me confirman el poder metafísico de la escritura.

Pensé en lo que representan las cosas, los muebles, los objetos, las prendas de vestir viejas a las que nos aferramos aunque ya no usemos, los libros amarillentos, los accesorios que ya no nos gustan, las vajillas, y todo eso que compone nuestro entorno y nos define, porque a veces también peleo con ellos. En ocasiones me parece que tengo demasiado y me dan ganas de regalarlo todo y de quedarme únicamente con lo más básico y necesario para vivir. Pero luego recuerdo cómo ha llegado cada objeto a mí y algo me conmueve, y también me sorprende la capacidad que tienen ciertas cosas de resistir el paso del tiempo, las mudanzas, las peleas familiares, los viajes, y la manipulación constante de los humanos.

No en vano hay científicos y exploradores que han dedicado su vida a recolectar restos del Titanic del fondo del mar, porque ciertamente los objetos narran el mundo y la forma cómo los humanos hemos vivido. Y otros que se dedican a restaurarlos con inmensa dedicación y detalle, a manera de redención de épocas pasadas, de un tiempo que fue y no volverá. En la reparación y el cuidado de los objetos hay una suerte de ritual que nos conecta con el pasado.

Hace unos días descubrí, en una cajita que tengo con fotos y cartas, un lapicero contramarcado con el nombre de mi abuelo. Me obsesioné con devolverle el uso, pero aún no encuentro un repuesto de tinta de esa referencia específica. Es un bolígrafo muy fino, pero muy viejo, y llegó a mí hace unos años cuando estaba escribiendo la vida de mi abuelo para mi trabajo de grado de la Universidad. Qué linda forma de encontrarme con él, mediante el símbolo de la escritura. Tal vez los objetos sean sólo cosas, pero hay algunos que, sin duda, definen muchas cosas.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/

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