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Hace 34 años, el 26 de abril de 1990, Carlos Pizarro Leongómez fue asesinado.
El 16 de abril de 2004, fue asesinado Carlos Castaño Gil.
¿Qué tenían en común estos dos personajes? Trayendo a mi memoria Líbranos del bien, la excelente novela de Alonso Sánchez Baute, en la que reflexiona sobre la vida de otros dos personajes de esta guerra colombiana sin fin, podría decir que tanto Castaño como Pizarro creían estar haciendo el Bien; así, con mayúsculas.
¿Lo hicieron? La respuesta debe ser clara y contundente: No. Ambos se volvieron comandantes de máquinas de guerra que secuestraban, mataban y desaparecían personas; ambos financiaron su organización criminal con dinero del narcotráfico; ambos, embriagados de poder, hicieron correr ríos de sangre en muchos municipios de nuestro país. Dejaron viudas y huérfanos sin discriminación arropados en banderas que, sin asomo de vergüenza, hacián llamar “justicia”, “pacificación”, “lucha popular”.
Así deben ser recordados por la generaciones que tuvieron la fortuna de vivir en un país menos violento del que estos dos criminales quisieron destruir. No debe haber ninguna duda a la hora de recordar que ninguno de los dos fue un reivindicador de la libertad mientras secuestraba; un representante de la legalidad mientras se aliaba con Pablo Escobar; un defensor de la paz mientras masacraba poblaciones enteras.
“Castaño murió. Ya lo sabíamos. Es hora de que resucite su elemental pero preciso ideario, la única manera de recuperar el alcance y la legitimidad de la paz que se viene discutiendo” dijo Fernando Londoño Hoyos hace unos años en una columna en El Colombiano.
“(Carlos Pizarro fue) el jovencito que salió a cambiar el mundo, después guerrero andante conmigo, después paladín de la paz” dijo ayer el presidente Gustavo Petro en un colegio de Zipaquirá.
La nostalgia del delito sigue presente en Colombia, en muchos ciudadanos y, peor aún, en sus dirigentes. En nuestro país, la guerra le ha servido a una parte del poder político y económico para defender sus intereses, para estructurar la legalidad en su beneficio y para diseñar un Estado que poco tenga en cuenta lo que necesita la gente y mucho lo que los mercaderes de la guerra ansían. Y en eso no se diferencia mucho la izquierda de la derecha.
Colombia cambiará cuando sus símbolos cambien; cuando la violencia esté en lo más bajo de la escala moral y la bondad no sea vista como debilidad. El camino de la paz está en reconocer a quienes la hacen día a día y en visibilizar a quienes sufren la guerra día a día, no en hacerle apología al delito y a los delincuentes ni en disfrutar la historia de la barbarie con trajes de gesta heróica.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/daniel-yepes-naranjo/