“La buena noticia es que la constitución limita a Petro a un solo mandato, y la mayoría de los candidatos de izquierda parecen menos volátiles”. Así concluye el informe de The Economist que causó revuelo esta semana.
No fue un informe revelador. No nos dijo algo que no supiéramos: lo esperábamos, lo veíamos, lo escuchábamos. Estaba ahí, incluso entre líneas, mientras Petro, en su absurda forma de gobernar, nos muestra un país trazado en un mapa de improvisaciones.
Sin embargo, dos cifras me estremecieron más que todo lo demás. La primera: las proyecciones de desplazamiento interno, que alcanzan las 230.000 personas, en un país donde grupos armados operan en más de la mitad de los municipios. La segunda: un millón adicional de colombianos que han abandonado el país en los últimos tres años, el doble de los que se fueron en los tres años previos a la pandemia.
Esta semana me hicieron dos preguntas simples en una encuesta sociodemográfica: ¿es o fue víctima del conflicto armado? ¿Ha sido desplazado? Respondí que no. Pero quedó resonando la idea de que, en Colombia, cada vez es más común que la respuesta sea sí.
Nuestro país es el cuarto con más personas desplazadas forzosamente en el mundo. Siete millones de colombianos han tenido que dejar su hogar.
¿Qué vamos a hacer con el conflicto armado? ¿Nos ganará la batalla? ¿Llegará el día en que dejemos de tener un Estado soberano y sean los delincuentes quienes gobiernen las ciudades? El conflicto no solo desplaza: ahuyenta la inversión, frena el crecimiento, convierte la vida cotidiana en un riesgo permanente.
Estoy casi segura de que todos, en algún momento, hemos conocido a alguien desplazado: una persona que huyó del lugar donde nació, marcada por el miedo, que perdió un ser querido, su casa, lo que amaba. Vidas fracturadas por un trauma que nunca se borra.
¿Eso es bienestar? ¿Es bienestar abandonar el país por falta de oportunidades o por miedo? ¿Es bienestar que el PIB crezca mientras la violencia sigue intacta? La verdad es que, si hacemos política pública sin garantizar bienestar, hemos fracasado.
¿De qué sirve un gobierno grande, con presupuestos históricos, si la calidad de vida no mejora? ¿Vale la pena el costo, las lágrimas de tantos, para el bienestar de tan pocos?
The Economist fue claro al castigar a Petro por sus promesas incumplidas. No se trató de derecha o izquierda, ni de favorecer a un lado político. Se trató de lo esencial: personas, hechos, realidades.
Pero pareciera que Colombia no despierta. Superamos un trauma solo para vivir otro. La historia amenaza con repetirse. ¿Qué vamos a hacer? No se trata de votar por un partido, sino por ideas sensatas, soluciones reales, personas que, con virtudes y errores, quieran trabajar de verdad por el país.
Yo no quiero irme de aquí. No por miedo, no por obligación, no porque me expulsen de mi propio territorio. Y aunque quizá no me toque, no quiero que otros tengan que hacerlo. Se vale soñar. The Economist concluye que “Colombia no está a las puertas del infierno. Pero su próximo presidente tendrá mucho que hacer para convertirlo en un lugar mejor”. Yo añadiría: no importa el partido ni la etiqueta, ni siquiera la figura mesiánica que prometa salvarnos. Lo que necesitamos son ideas sólidas, genuinas y sinceras. Eso, y solo eso, puede alejarnos un poco de las puertas del infierno, y acercarnos cada vez más a la verdad.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/carolina-arrieta/