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Juan Felipe Gaviria

No ignoremos los orígenes

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Nunca he logrado escapar de un hábito infantil: me gusta llevar la contraria. Casi nunca de manera metódica o estudiada. Ha sido siempre más en las conversaciones políticas donde me gusta escaparme de mis propios ideales para enfrentarme vis-à-vis, en una guerra verbosa, a un contrincante ideológico. Es una costumbre que casi siempre he impuesto sobre mis amigos de tendencias derechistas en Medellín. Pero, en este ritual, me he sorprendido esculcando los orígenes de sus creencias más que cuestionándolas directamente. Y, debo admitir, con algo de pena, que viene de una rabia interna –que no sé de donde nació– por la creencia que muchos de ellos, en su crianza, adoptaron tendencias que nunca cuestionaron. Creía firmemente que venían de sentarse a escuchar a sus papás, que en mi círculo social son empresarios, ricos y uniformes en pensamiento, hablar todas las noches sobre el país. Me gustaba llamarlo, de manera despectiva, ideales de comedor.

Lo que me he demorado en admitir, es que yo también soy víctima de una manera de pensar ligada al legado familiar. Tengo muy pocas diferencias ideológicas con la familia con la que me críe en Medellín. De pensar liberal y bastante terca. Una que, además, he admirado quizá con demasiada adulación y, probablemente dejé que me llevara a la misma trampa que me ofendía en tantos de mis amigos, pero, cuya única diferencia fue la divergencia ideológica. Pero, por mucho tiempo fui ciego a esta realización. Fue entonces para mi gratificante, cuando en la adolescencia empezaron los debates políticos, porque me entraba un sentimiento de superioridad por el solo hecho de pensar de manera distinta a la mayoría. Sentía que por mi cuenta había eludido la trampa paisa de la godarria. Me demoré en divisar que sentirse diferente es apenas una mentira gratificante que se disfraza como una excepción a los destinos comunes y mundanos. Es fácil sentirse bien cuando se es distinto en cualquier modo.

Pero ahora creo que encontrar una identidad política debe hacerse de manera más ciega a lo que piensa el del lado. O, aún más difícil, a lo que piensa el tío, el papá, o los abuelos. Me gusta mucho el juego que sacaron acá en No Apto. Creo que nutre una conversación que genera oposición. Pues, muchas veces, nos demostramos nuestros propios ideales no en el silencio de la ponderación, pero en las conversaciones agitadas de confrontación. Para generar un debate interno, casi siempre, se necesita uno externo. Y con todos, sin excluir a la familia. Me gusta lo que se piensa en este espacio: en la mesa sí se habla de religión y de política. Porque si la conversación no empieza ahí, nos resignamos a que sea un monólogo. Y entonces en el mundo donde “sí se puede conversar”, habrá simplemente una confluencia de monólogos criados en las casas donde nunca se cuestionó nada.

Entonces llevemos la contraria, sí. Pero también donde es difícil. Y no con la intención de menoscabar relaciones, pero queriendo generar ideas con amor y aceptación que todas las cabezas nunca seguirán el mismo sendero de la buena vida. Difiero con Sócrates cuando cree que todas las mentes pueden acceder a ese mundo de las ideas perfecto, intacto e ineludible. Las mentes, como las pieles, son diversas, y tal como admiramos la diversidad étnica dentro de nuestra sociedad, también deberíamos adorar la diversidad ideológica. Porque si no, nos quedamos secos.

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