“No aspiremos a ser otros; seamos lo que somos, enérgicamente”.

Fernando González

Sobre los cambios que suceden en la propia vida no hay mayor control. La voluntad no es suficiente y las promesas de mejora, a veces, nos desbordan. Unos días nos ilusionamos con la idea de ser de otra manera; otros, pretendemos ser como éramos antes: cambiar el presente para volver al pasado.

Mucho nos enseñan sobre el cambio. Voces de todas partes nos dictan la urgencia de adaptarnos a los nuevos entornos, nos impulsan a ser “nuestra mejor versión”; nos dicen que la vida, así como la conocemos, no es suficiente. Como si para ser uno hubiera que ser otro.

Y si nos ilusionamos con los propios cambios, ni qué decir con los cambios ajenos. Ahí sí que somos exigentes. Llegamos, incluso, a pretender que sus emociones sean otras, que sus actos se parezcan a los nuestros y que sus anhelos coincidan con las altas expectativas que depositamos en ellos.

El cambio no depende solo de la voluntad. No sucede porque lo decidamos ni deja de acontecer porque lo decretemos. El cambio es una constante en la vida que poco comprendemos. Es sutil, sin escándalos ni aspavientos. Aquí, el cuerpo es el maestro: se modifica, se crece, se encoge. Nos da las pautas de la existencia; nos enseña a abrazar las pequeñas alteraciones que se van sumando para hacer de nosotros lo que somos.

Entonces, cambiar no es asunto de prometer. Cambiar es asunto de comprender. Es darnos cuenta de que nuestra margen de libertad es limitada, estrecha. Es aceptar que no es suficiente con querer; es asimilar que algunos de los cambios más significativos en nuestra línea de tiempo sucederán a pesar de nosotros.

Si se plantea la tensión entre aquello que está en nuestro resorte de cambio y lo demás que nos sucede la vida, comprenderemos que para ser uno no hay que ser otro. Perdón querido, perdón queridas, perdón a mí misma: ¡seamos lo que somos, enérgicamente!

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