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¿Qué es lo correcto?

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Por: Carolina Giraldo M.

En los últimos años, parece que el relativismo moral se ha vuelto la postura oficial de nuestra generación. Con la tolerancia como valor principal y casi único, muchos sostienen que en realidad el bien y el mal no son absolutos, y que si alguien cree que una acción está bien, eso hace que de hecho sea correcta, en virtud de esa creencia y para esa persona en específico. Por conveniencia o descuido, ignoramos que esta filosofía nos obliga a excusar prácticas que sentimos injustificables, como el asesinato, la esclavitud e incluso la intolerancia misma.

En defensa de nuestra generación, tenemos razón al no juzgar a las personas. Pero en una sociedad es esencial que juzguemos las acciones. Es cierto que como seres humanos difícilmente descubriremos la verdad absoluta para actuar de manera perfecta, pero es fundamental que por lo menos lo intentemos.

Entonces, si sí debemos juzgar las acciones, ¿cómo es posible que no haya que juzgar también a quienes las cometen? Imaginémonos por un momento a un hombre que creció en la pobreza, en un hogar abusivo, en el que su papá les pegaba a él y a su mamá. Recibió poca educación y de muy mala calidad. Su barrio es peligroso y las violaciones son comunes. Su temperamento es fuerte; nunca aprendió a controlarlo, ni le dijeron que era importante que lo hiciera. Además, es alcohólico, tanto por la genética de su papá como por el ambiente en el que vivió su adolescencia. E imaginémonos a un segundo individuo que creció en una familia de altos recursos con padres que se amaban y respetaban, y que le enseñaron desde su infancia que la violencia es inexcusable, que debía ser paciente, amable y compasivo. Fue al colegio y a la universidad, su carácter no es irascible y sabe muy bien que no es correcto actuar por puro impulso, sino que debe cuidar lo que hace.

Supongamos que estos dos sujetos acaban maltratando a sus esposas. ¿Deberían ser juzgados moralmente con la misma métrica? A pesar de que la acción no cambia, ambos no parecen tener la misma culpa.

Con este ejemplo quiero ilustrar que todos nuestros actos son causados por elementos externos a nuestra voluntad que conforman quienes somos hoy y cómo tomamos decisiones. No me refiero solo a la familia y la educación, sino también al temperamento, la genética, el aspecto físico, la inteligencia, las habilidades sociales, la madurez emocional, etc.: la lista no parece tener final. Y siendo imposible obtener toda la información necesaria para comprender a otros seres humanos real, completa y profundamente, en lugar de juzgarlos debemos confesar lo ignorantes que somos de sus circunstancias, y reconocer que si hubiéramos tenido la misma experiencia vital que ellos, posiblemente habríamos actuado igual. C.S. Lewis habla de esto en su libro Mere Christianity:

“Cuando alguien que desde su niñez ha sido pervertido y se le ha enseñado que la crueldad es lo que ha de hacerse, da pequeñas muestras de bondad o se abstiene de alguna crueldad que estuvo en sus manos cometer, y por ello, tal vez, se arriesga a sufrir las burlas de sus compañeros, puede ser que, ante los ojos de Dios, esté haciendo más que cualquiera de nosotros si exponemos la vida por un amigo. […] Algunos de nosotros que al parecer somos buenas gentes podemos, en efecto, haber hecho tan poco buen uso de una buena herencia y una buena crianza que somos realmente peores que aquellos a quienes consideramos desalmado[…] Nosotros sólo vemos los resultados de lo que el hombre escoge hacer con la materia prima de que dispone. Pero Dios en ninguna manera lo juzga por lo que esa materia prima es, sino por lo que ha hecho con ella.”

Se puede involucrar el juicio de Dios o no, pero no podemos negar que el del ser humano es insuficiente para condenar bondad y maldad en otras personas; nuestra ignorancia nos hace intrínsecamente injustos. Vale resaltar que la diferencia entre esta postura y el relativismo moral es sutil pero significativa: hay que tener muy claro qué está bien y qué está mal, pero nunca declarar quién es bueno y quién es malo.

Ahora, sabiendo que es fundamental juzgar las acciones sin juzgar a quienes las cometen, ¿cómo hacemos ese juicio? ¿Qué define si un acto es moral o no? La deontología dice que las acciones son buenas o malas en sí mismas, sin importar sus consecuencias. Se puede resumir con el imperativo categórico de Kant, que incluye la fórmula de universalidad, “obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal” y la fórmula de la humanidad, “obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio”.

A pesar de ser atractiva por su firmeza con respecto a los derechos humanos y las normas morales, esta filosofía tiene defectos importantes. El primero es que destierra por completo la importancia de las consecuencias de una acción, lo cual nos resulta anti-intuitivo. Y el segundo es que nos deja una duda: ¿qué pasa cuando hay más de una opción que cumple con las fórmulas? ¿Cómo se decide cuál es la mejor decisión en ese caso? ¿O serían todas igualmente buenas?

Por el otro lado, el utilitarismo impulsado por Jeremy Bentham sostiene en resumidas cuentas que las acciones solo son buenas dependiendo de la utilidad de sus consecuencias, de cuánto placer causan y cuánto dolor evitan, y que los fines justifican los medios. Esta filosofía también tiene defectos claros: deshumaniza a los individuos, sacrificándolos por otros, y obliga al ser humano a olvidar sus intuiciones morales más profundas para maximizar la ganancia sin excepciones, incluso si implica renunciar a su integridad. Además, justifica actos que nos parecen atroces instintivamente. A pesar de estas fallas, el ser humano es pragmático y busca hacer lo que cree “mejor”, que muchas veces se visualiza a través del utilitarismo.

Entonces, tanto la deontología como el utilitarismo tienen elementos que responden a nuestras intuiciones morales, y otros elementos que las niegan por completo. ¿Cómo conciliar ambas creencias?

En realidad, las normas de las dos vertientes son maneras prácticas de asegurarse de que uno no está poniendo sus propios intereses por encima de quienes lo rodean. La deontología defiende el valor intrínseco del otro, el respeto máximo por su dignidad e integridad. El utilitarismo busca la manera de beneficiar a la mayor cantidad de personas, defendiendo sus intereses prácticos en lugar de su valor como fines en sí mismos. Ambas filosofías tienen un factor común en sus raíces: una mentalidad orientada al servicio. Y este componente es el fundamento de lo que es correcto: buscar servir a la mayor cantidad de personas de la mejor manera posible, sin violar las condiciones de Kant. Hay que tomar la deontología como base y adoptar el utilitarismo para el servicio cuando ninguna dignidad ni vida corre peligro. En otras palabras, solo las acciones que pasan la prueba de Kant pueden -y deben- ser sometidas a la de Bentham.

La deontología responde a nuestra humanidad con normas inviolables, pero lo pragmático del utilitarismo es esencial para servir de la mejor manera posible. Es justo entonces mirar qué generará mayor utilidad, siempre y cuando sea claro que las opciones que usan a seres humanos meramente como instrumentos o que no son universalizables deben ser descartadas sin más consideraciones.

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