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María Antonia Rincón

No apta para señoritas: los malos vecinos

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"En este país, con mucho dolor y rabia, aprendimos que el bucle de la violencia tiende al infinito y, en últimas, reduce también la humanidad de quien ejecuta los actos de barbarie."

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Terminó su perorata diciendo que él era un buen vecino, pero nosotros lo volvimos malo. Es un hombre joven, padre de familia. Trabajador responsable y ahorrador. Habla con el ímpetu del “paisa”, de quien tiene la razón, del dueño de cómo deben ser las cosas. Es muy capaz de decirles a otros cómo tienen que obrar, qué se debe decir, incluso sube el tono para enseñarles a los otros, y sobre todo a las otras, la manera certera de imponer sus normas.

Si el tono y los gestos no son suficientes para que las cosas sean como él insiste, entonces, abrirá el pecho y subirá el volumen, recurrirá a palabras más contundentes, y dando la espalda, dejará claro que las palabras del otro -a quien hacer rato ve como contrincante, sin serlo- no le importan porque sólo él es poseedor de la verdad.

Tono, gestos, volumen, palabras no le alcanzan. Esa violencia se agota y le queda, entonces, recurrir a la otra violencia. Hacer notar que las cosas se hacen como él quiere. No hay comprensión de circunstancias ni de diferencias. Es un espécimen perfecto que representa muy bien al macho autoritario y feroz. Él, de verdad, cree que es un buen ciudadano, de los mismos que creen que los buenos son más, y que los demás son brutos, malos y abusivos. No le da el entendimiento para plantarse en una perspectiva distinta y considerada.

Ser un buen vecino cuando no hay consciencia de la vida común es más que fácil. Porque, así, no se es vecino. Se es un pequeño rey, crédulo de su ínfimo poder auto percibido como superlativo. Ser vecino es vivir en comunidad y asumir que la relación con los próximos es problemática porque así es la misma esencia de las relaciones humanas. Habitamos en nuestros propios cuerpos llenos de contradicciones y angustias. Por eso, vivir en comunidad expone la existencia de cada quien, frente a la existencia de otros, con quienes generamos relaciones cotidianas mediadas por razones y deseos. La comunidad nos reta a salir del egoísmo para ubicarnos en las necesidades comunes, y, por lo tanto, en la búsqueda de soluciones eficaces para todos.

Ahora, frente a la fuerza bruta las opciones se reducen. Pareciera que cualquier teoría es insuficiente. Las palabras no alcanzan y las alternativas se merman. Queda responder con más violencia, pero esa fórmula de sangre y fuerza ya acabó no solo con las víctimas directas sino, además, con sus familias y sus comunidades. En este país, con mucho dolor y rabia, aprendimos que el bucle de la violencia tiende al infinito y, en últimas, reduce también la humanidad de quien ejecuta los actos de barbarie.

La otra opción, la del diálogo y el reconocimiento nos cuesta más porque implica que no hay ellos y nosotros. Unos buenos y unos malos. Unos allá y unos acá. Nos exige insistir, sin miedo en los ojos, en que la vida común nos hace humanos. Vida, por demás, relativamente corta para asumirla con temor o alimentada por la venganza. No podemos permitir los malos tratos ni ser ingenuos excediéndonos en consideraciones pusilánimes. Nos corresponde aferrarnos a la idea de dignidad para, también abriendo el pecho, decirle al vecino con determinación que no, que no lo volvimos malo. Que no vamos a adjudicarnos sus inseguridades y sus formas como propias. Que nos queda encontrar maneras de relacionarnos distintas a la violencia, enraizados en la certeza de que podemos habitar este mundo, sobre todo, a partir de las diferencias. No tenemos que querernos para respetarnos. Lo que sí es una obligación es esforzarnos por comprender que la violencia y la polarización son tan dañinas porque desvían la atención y la energía de lo fundamental. Asumirnos como seres humanos, con todo lo que atañe, es darnos cuenta de que todos tenemos responsabilidades en la vida común, más allá, de nuestros propios deseos y temores.

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