“¿Por qué nunca se inventó un dios de la lentitud?”
Peter Handke
¿Cuál fue el primer olor que percibió hoy? ¿Sintió lo sabores de cada ingrediente del desayuno? ¿Qué suena allá, afuera? ¿Cuándo fue la última vez que dio un abrazo fuerte y afectuoso? No vivimos y lo explicamos diciendo que no tenemos tiempo para nada: ni para oler, ni para oír, ni para abrazar. Entonces, no hay tiempo para vivir. Quienes hoy, afortunados, tenemos trabajo e ingresos más o menos estables dedicamos la energía vital a las labores (incluyendo los desplazamientos) porque “hay que cuidar el trabajo”. En ese “cuidar” nos des-cuidamos, es decir, nos agotamos en las tareas y volvemos a la casa sin darnos cuenta de que el día, la vida misma, se fue sin más.
Hace poco, en clase, una alumna se refirió a sí misma como lenta, y dijo que se demoraba mucho pensando. Hubo en ella cierto gesto de angustia; alguna risa entre sus compañeros y un poco de esperanza en mí. Ojalá todos pudiéramos mermarle velocidad al mundo para percibirlo de maneras más sorprendentes y complejas. Demorarse podría ser la salida ante el sinsentido. Asumir la “mora”, el retraso, para uno mismo y para el otro. Darse tiempo para descubrir que en lo cotidiano se esconde la alegría.
En la lentitud como opción también florece la sabiduría, el pensamiento. Por ejemplo, en época electoral sí que se nota entre los candidatos quiénes le otorgan tiempo a la reflexión y a la comprensión de los problemas para aportar ideas y posibilidades de solución realistas. Quienes “no tienen tiempo de pensar” salen con fórmulas repetidas e insuficientes. No se dan cuenta de que la vida acontece en medio de la diferencia, el cambio y la incertidumbre. Creen que para actuar no hay que reflexionar y, entonces, no les queda más camino que asumir un tono beligerante y un ritmo veloz porque, eso sí lo saben, muchos de los votantes tampoco “tienen tiempo” para desenmascararlos.
Demorarse, pensar aprovechando la lentitud; destinar tiempo para mirarse a los ojos en una conversación; permitirse estar atentos con todos los sentidos: oler el mundo, saborear la vida, palpar la existencia. Asumir que el pensamiento requiere tiempo incluso para reformularse. En El aroma del tiempo, Byung- Chul Han convoca a la reflexión que requiere de pausa y de esfuerzo. Una vida que no es quietud, una vida contemplativa que privilegie la fuerza de los vínculos, la lealtad y el compromiso con la propia existencia, la cercanía a los amigos y a los amados, porque “solo las relaciones intensivas hacen que las cosas sean reales”. Es no permitir que el rendimiento, el trabajo, el consumo mutilen nuestra naturaleza y nos reduzcan.
Hoy, la demora es un lujo; incluso la misma propuesta de Han parece un imposible en nuestros contextos tan precarios y violentos. Sin embargo, si no alcanzamos aquella vida contemplativa, asumamos, por lo menos, la invitación a demorarnos. No se trata de quedarnos en el mundo de las ideas sin actuar. No es tender a la parálisis. Al contrario, es volver a la duda, pensar y luego obrar con honestidad. Demorarnos para encontrar el ritmo es una decisión por lo verdadero, lo bello y lo duradero. Es resistencia ante la demagogia y es vacuna ante la vanidad.