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14,610 días. 479 meses. Cuatro décadas. Este diciembre cumplo cuarenta años. Cuando tenía diez, las señoras de cuarenta que tenía cerquita parecían eso: señoras de cuarenta. Ahora me miro y no me reconozco parecida a ellas. Con el rabillo del ojo miro a mis amigas y tampoco las veo similares a aquellas mujeres. Pero claro, tengo un sesgo muy marcado. Posiblemente mi memoria está bastante alterada y somos más parecidas unas de otras de lo que soy capaz de reconocer. Tal vez, lo esencial de la vida no cambia tanto. Las preguntas fundamentales son las mismas: el amor, el desamor; la salud, la enfermedad; la juventud, la vejez; la vida, la muerte… Lo que sí cambia son las circunstancias y el sentido de la experiencia vital de cada una, las maneras como individual y comunitariamente asumimos la vida.
Esas preguntas se agudizan en las previas al cumpleaños. Si diciembre solo ya es un mes de balances, el sumarle la celebración de una cifra tan rotunda lo convierte en un hito. En este punto, mirar para atrás obliga a respirar profundo para dejar allá, en el pasado, todos los hubiera. Uno se angustia a veces; otras veces, pierde perspectiva; pero, si pudiera mirar desde lo alto todo el panorama, con absoluta certeza concluiría que este es el momento para abrazar con gratitud todo lo que fue y todo lo que no fue, porque lo uno y lo otro nos tiene aquí.
Cualquiera que experimente el amor y la amistad es afortunado, y en mi caso, la vida ha sido muy generosa conmigo pues me creó en una familia solidaria y abundante en expresiones de afecto; mis amigas y mis amigos me muestran la belleza que anida en el trato cuidadoso y honesto. Mi novio, cómplice y refugio, me abre otros horizontes y, juntos, construimos posibilidades desde la esperanza y el amor.
Hacer el balance es, también, un acto de humildad. Es darse cuenta de que cuarenta años son nada en las medidas del universo; y al mismo tiempo, son el universo para mí. Todo lo que ha acontecido, cada decisión, los ojos que he mirado, las risas oídas, los dolores físicos y emocionales, la música, los libros, la montaña, el río, los maestros, los perros, los gatos, las lágrimas, el salón de clases, los postres, el frío, el café por la mañana, las matas en el balcón, las palabras, los gestos… cada mínimo elemento es fundamento en la narración de la propia historia porque lo más pequeño da sentido de relación y abre el mundo.
Lo que queda es agradecer y seguir aprendiendo. Abrazar toda expresión de ternura y multiplicarla; confiar más, preocuparse menos. Y conjugar el verbo amar en todas sus formas.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/