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María Antonia Rincón

No apta para señoritas: ante la promesa de cambio, serenidad

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La política sigue siendo antagónica al amor”

                                                           Byung- Chul Han

Cambio. En la política y en el amor, la promesa permanente. Esperamos el cambio ajeno, pero no nos comprometemos con el proceso ni con los efectos. Confiamos en que el otro modifique su forma de ser y que se adapte a lo que para nosotros es mejor; somos contundentes con las expectativas y exigimos en la misma proporción. Sin embargo, con nuestro propio cambio, a veces, somos laxos, considerados. Es más fácil poner afuera la responsabilidad.

En campaña electoral, la idea de cambio es el comodín para llenar los vacíos estructurales de los candidatos, y para disimular su falta de discurso, incluso, su poca formación. Se repite y se repite sin reflexión, sin agudeza, y más delicado, sin reconocer que en la gestión de los anteriores gobiernos hay logros significativos; que el Estado es más que el Gobierno de turno y que hoy estamos aquí, hablando de esto, en buena medida porque la historia demuestra avances de forma y fondo. Ahora, hay infinidad de realidades en las que urgen cambios profundos, pero los discursos políticos de lado y lado, muchas veces, expresan falacias que abusan de la palabra cambio, la manosean y la exprimen a punta de repetición y desconocimiento; tanto, que a la hora de aplicarla parece tan agotada que le pasan por encima para mantener el estado de las cosas según convenga.

En el amor, tan trascendental como la política, también somos exigentes y, en ocasiones, mezquinos. Perdemos de vista que el cambio no es un asunto que pase solo por la voluntad. Cambiar implica reconocer que en la historia del otro y en la nuestra, también, como en la política, no todo es malo ni motivo de modificación. Además, aceptar que hay múltiples variables que afectan todos los procesos, y que el cuerpo va dando la pauta de las posibilidades. Éste mismo cambia en formas, fuerzas y agilidades. Envejecer es la evidencia de que el cambio es la constante y que no depende, en buena medida, de nuestras decisiones. Lo que tenemos de margen de maniobra es la capacidad para aprender de la experiencia y de la reflexión; considerar que cada uno vive en medio de circunstancias distintas y éstas hacen de nuestra existencia un escenario para cambiar o para mantenerse, según sea el instante. No es justo exigirle al otro que sea quien no es. Tampoco es justo pretenderlo con nosotros mismos.

En la política y en el amor, tal vez, el cambio necesario es el vínculo entre los dos. Romper con contundencia cuando la vida lo pida; reconocer que cada uno hace lo que considera mejor, sin perder la capacidad de exigir (y exigirnos). Dotar de sentido la expresión y la acción del verbo cambiar. Llenar la política de consideración y afecto. Vivir el amor también como acción política.

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