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El domingo pasado antes de empezar Deportes Tolima vs Millonarios un hincha del equipo tolimense invadió la cancha, corrió hacia el número 10 de Millonarios  y le pegó un puño. El jugador reaccionó persiguiendo al agresor, lo alcanzó y le devolvió la agresión. Daniel Cataño — tristemente célebre por fallar un penal en aquella final del fútbol colombiano que su ex equipo, el Tolima,  perdió con Atlético Nacional­— fue expulsado. Ante lo sucedido, David Macalister Silva, el capitán azul, invocó la seguridad de sus compañeros en particular, y la de los jugadores de fútbol en general, para comunicarle al árbitro que Millonarios abandonaría el juego. “Esta es una lección que debemos darle a los hinchas” dijo. El partido quedó aplazado.

Mientras escribo esta columna aún no he leído ninguna opinión de la(o)s que seguramente pedirán, de nuevo, cerrar los estadios. Dirán que los hinchas son unos desadaptados, unos gamines, unos bárbaros; que el fútbol genera violencia. Cada que hay un disturbio, una muerte, o un problema asociado a la religión contemporánea con más fieles, estos (comúnmente señores) de la moral y las buenas costumbres, maestros de las soluciones simples y mágicas, salen a gritar: maldito fútbol, cierren los estadios. Hace un par de años en un debate sobre barrismo y fútbol un honorable concejal dijo que él un día había ido al estadio y que le habían tirado una cerveza. Que desde eso no volvió. Que el estadio había que cerrarlo.

Mas allá de lo inconveniente que resulta plantear soluciones públicas a partir de anécdotas, en una especie de política pública de historia de vida, aquel concejal y las personas que esta semana seguramente clamarán por la liquidación definitiva del fútbol profesional colombiano, se equivocan. Si hay un espacio que propicie el encuentro entre clases es el estadio. El fútbol congrega a miles de aficionados que componen una muestra representativa de las ciudades. Dicho de otro modo, el estadio y lo que sucede en él es un reflejo— puede que el más fiel que exista— de la sociedad. Cuando se dice “cerremos un estadio” se está diciendo también, de manera implícita, cerremos la sociedad, renunciemos a tramitar sus problemáticas. La frase es una aceptación de fracaso y mediocridad. Como no podemos gestionar lo que implica la convivencia, acabemos con el relacionamiento humano. ¡No! los estadios no hay que cerrarlos, ni los parques públicos hay que llenarlos de vallas. La solución a los problemas públicos no puede ser acabar la sociedad y sus complejidades.    

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-pablo-trujillo/     

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