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“Ambos lo sabemos, si adoras a un dios, necesitas solo un enemigo.”

Louise Glück.

Hace unos días conocí la historia de una mujer en los límites de la angustia que se preguntaba cómo iba a volver a casa. Ese día su esposo, que llevaba cuatro meses desempleado, se había levantado ilusionado por una oportunidad laboral. No tenía para el transporte, entonces se fue en su bicicleta vieja y en el camino un ladrón le dio un golpe con un tubo para robársela y lo mató. La mujer, en ese nuevo desamparo, aullaba diciendo que la vida valía menos que una bicicleta y que ella no sabía cómo volver. Y no sé yo cómo continúa uno, consciente de que pasan esas cosas mientras la gente sigue pendiente de modas y celebridades, defendiendo posturas políticas basadas en que los pobres son pobres porque quieren.

En el fondo de los enfrentamientos en defensa de visiones opuestas de la vida en este mundo polarizado, cada uno persigue desesperadamente su tranquilidad. Peleamos todos para decir que queremos vivir en paz. Nos contradecimos en un caos en el que ya parece que importa más lo simbólico —el triunfo de algún desconocido que sueña con el poder y por el que millones meten las manos al fuego— que la vida real: lo que hay que enfrentar cada día al pararse de la cama, la posibilidad de una mujer de volver a su hogar sin que una bicicleta lo estalle en pedazos.

Nos hemos perdido en la búsqueda de salvadores, como a quien le dan vueltas con los ojos vendados y después sale a golpear el aire en todas las direcciones. “Tengo la sensación de que en América Latina estamos siempre en la inminencia de la llegada de un nuevo gran padre, lleno de carisma y autoritarismo disfrazado de solidez y contundencia política, la ‘mano dura’ que decimos necesitar —la misma mano que un día golpea a los otros y lo celebramos, hasta que eventualmente, si osamos ponerle algún pero, nos calla, nos abofetea, nos asfixia”, escribió María Elena Morán.

Quienes sueñan con el poder tienen muy claro que el miedo como estrategia funciona bastante bien, así que fabrican narrativas potentes —muchas veces hasta se las creen— y a partir de ahí nos echan al ruedo para que nos encarguemos de lo demás. Hablan de la escandalosa homosexualidad, el peligro de los inmigrantes, el asesinato que constituye el aborto, la familia tradicional, la amenaza del comunismo ateo, la invención del cambio climático, el terror a que te quiten todo lo que has conseguido, tu tranquilidad, a costa de la de aquellos que valen menos porque, para qué nos vamos a poner con eufemismos, hay un montón de gente que no lo duda. Pero, “la Realidad es aquello que no desaparece incluso aunque dejes de creer en ello. Lo dijo el más escéptico de los hombres, Philip K. Dick”, como recordó Marta Peirano en una columna.

Educación y humanidad son vitales a la hora de reírse de esos relatos en vez de creérselos. Se refirió hace poco David Trueba a “la travesía de un menor trans, jalonada de incomprensiones y miedos, y que terminó también por cambiar a los propios padres, que pasaron a pensar con ideas propias tras no servirles las impuestas. Ese tránsito intelectual suele producirse cuando uno se adentra en la experiencia humana». Por eso es tan importante acercarse a las historias, leer, observar los procesos de la naturaleza, preguntarles por sus vidas a personas que viven distinto, porque son fuentes de un conocimiento que evita caer en trampas para miopes, que agudiza la mirada y humaniza, permitiendo no solo quedar descorazonados con la mujer que deberá volver a una casa vacía, sino interiorizar su causa y volverla prioridad en esos debates acalorados con los que deberíamos buscar una tranquilidad más compartida.

Tenemos que entender que nadie nos va a salvar de nada mientras no miremos el mundo con más compasión y de manera más abierta. Las tranquilidades individuales, cuando dependen de cápsulas blindadas, son espejismos. Por eso ante líderes muy machos que se dicen invencibles y necesarios, y que se apoderan del miedo, deberíamos intuir la trampa. Escribió Irene Vallejo: “Respecto a los ciudadanos, se recomendaba no admirar demasiado a sus líderes. No amarlos. No ser sus hinchas. Aquellos atenienses recelosos jamás habrían valorado a un candidato capaz de afirmar que podría plantarse en la quinta avenida del ágora y masacrar a sus conciudadanos sin perder partidarios. Ser así de leal es letal”. Piensen en el General que, para salvar a algunos, exigió litros de sangre de tantísimos otros.

Escribió esta semana Leila Guerriero sobre la barbaridad de la situación de Milei en Argentina: “Un amigo me dijo: «La gente se cansó de promesas. Y llegan unos cavernícolas y dicen: ‘No te voy a dar nada, pero repartiré patadas por el culo entre los que te joden’. Es el preanuncio de una jodienda todavía mayor, pero la gente lo que quiere es venganza». Hay unos versos de Logan February: «Le echamos la culpa por el insomnio al perro / que ladra hasta el amanecer, que también sufre». Venganza o sufrimiento, el resultado es el mismo.”

No imagino cómo serán las noches de aquella mujer testigo del horror que puede traer un nuevo día en apariencia esperanzador. Ese miedo es también el símbolo de la tranquilidad anhelada e inalcanzable para una mayoría para la cual volver a casa es levantarse otra vez en la misma cama y mirarse al mismo espejo que devuelve la expresión de un dolor que no se acaba. Esperanza y democracia son femeninas, dijo hace poco Juan Arias en una columna preciosa, y aun así, cuánto dolor producen los hombres que se han apoderado de ellas.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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